Aquellos pequeños ojos, oscuros y perfectamente redondos, me
miraban con absoluta devoción. Yo me sentía importante y me dejaba tocar sin
rechistar. Sus manos, suaves y aterciopeladas, me masajeaban sin descanso. Ella
se había encaramado a un tronco de madera, pulido y barnizado, que hacía las
veces de taburete. Tal era el entusiasmo de la pequeña criatura, que permití
que ésta me untara con un líquido pegajoso que, me aseguró, iba a dejarme un
tono mucho más dorado y brillante. No me importó que me pusiera unos cuernos
bien grandes. Los cuernos era con diferencia lo que más le gustaba a Enma. Supe
que se acercaba el momento de la sauna. Ella abrió la puerta y el calor comenzó
a escapar y a llenar la habitación de una sensación muy agradable. Yo esperaba
pacientemente. Desde mi posición veía la campiña por la ventana. Acababa de
llover y un tímido arco iris caía del cielo y se apoyaba al fondo, encima de
las últimas amapolas de la temporada. Enma me acompañó hasta el pequeño habitáculo,
me acomodó dentro y cerró la puerta. Yo observaba su carita a través de la
puerta acristalada. Su expectación era máxima. Arrastró una silla desde la mesa
de la cocina y se sentó frente a mí a esperar. Sus piececitos no llegaban al
suelo y se balanceaban nerviosos hacia delante y hacia atrás. Casi no
pestañeaba.
-Enma no hace falta que estés ahí sentada-, dijo su madre
mientras limpiaba todo lo que ella había esparcido para la ocasión. –Ya te
avisaré yo cuando esté listo-.
-¡No! Aquí estoy bien. ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!-, gritó
con su cantarina voz infantil.
Decidí hacer su espera más llevadera y lo impregné todo con
mi irresistible aroma a croissant recién hecho.
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