Doña Mercedes agarraba la mano de su nieta fuertemente antes de cruzar cualquier calle. Estaba acostumbrada a ver a los chiquillos correr alegremente, arriba y abajo, por las tranquilas calles y plazas de su pueblo natal, pero allí, en la gran cuidad, entre automóviles que no respetaban nada, extraños transeúntes, el ruido de cláxones furiosos y enormes máquinas que taladraban el suelo sin cesar, se le antojaba un peligro y casi un pecado dejar suelta a una criatura inocente como lo era su nieta Inés. Ésta se dejaba hacer y en cada parada, mientras el semáforo permanecía en color rojo, se dedicaba a observar concienzudamente cada una de las venas que sobresalían de la huesuda mano de su abuela. ¡Manos de bruja!, le decía entonces entre carcajadas, y doña Mercedes se reía y se hacía la ofendida. Eran ciertamente unas manos escuálidas y hasta cierto punto arrugadas, pero le resultaban entrañables y le recordaban con cariño a su madre y a su abuela, gran pianista esta última; ellas las habían lucido exactamente igual en aquella época donde las caras eran caras y no burlas de bisturí. Aquel día se dirigían hacia el colmado para comprar harina y media docena de huevos con los que preparar una suculenta tarta, que haría, una vez más, las delicias de Inés. Avanzaron juntas un par de calles, sin hablar, porque doña Mercedes quería permanecer atenta a todos los peligros que pudieran acecharlas. Le parecía absolutamente inverosímil que a la gente le gustara vivir rodeada de todo aquel bullicio y griterío. De repente, Inés se sintió atraída por un pequeño cachorro de perro dálmata que le miraba desde el otro lado de la calle.
Tenía una gran mancha negra que le cubría la mitad izquierda de su cabeza, mientras que en la otra mitad, resaltaba un redondo ojo negro sobre el pelaje blanco. Sin pensárselo dos veces, arrancó a correr hacia el dulce perrito, ajena a peligros y al susto que su abuela pudiera padecer. Tuvo suerte la inocente criatura pues no pasó ningún coche en aquel momento, mas no así su abnegada y precavida abuela, cuyo corazón no pudo soportar tamaño susto. Mientras Inés jugaba con el animal y se dejaba lamer, la escena se teñía de la más amarga de las tragedias y, en absoluto silencio, ella se desvanecía en la acera, víctima de un infarto.
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Gracias por tu relato Karol ;)
ResponderEliminarOh, qué triste!!! Ya le había cogido cariño a esta abuela protectora!
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