En los grandes momentos te das cuenta de la importancia de
los segundos, esos gran ignorados que acompañan a las largas horas y a los
modestos minutos. Dos segundos son suficientes para ponerlo todo del revés. En
dos segundos te puede sonar el teléfono, puedes saltar de la cama, puede que el
pie se te quede trabado en los bajos de tu propio pijama y que salgas volando
para acabar estampando tu frente en el canto de una pared que odiarás para el
resto de tus días. Os lo prometo, con dos segundos basta. De repente estás
noqueado en el suelo, tratando de averiguar si ese trompazo te lo has dado de
verdad, si esa pared siempre ha estado allí y si eres capaz de ponerte en pie
de nuevo. Del teléfono ya ni te acuerdas. Pero vuelven a pasar dos segundos más
y notas como te gotea algo líquido por la frente. Instintivamente te llevas la
mano a la supuesta herida y ves que regresa de color rojo intenso. No entiendes nada pero saltan todos
los sistemas de alarma que llevamos integrados de serie y te diriges medio
moribundo hacia al espejo más cercano para comprobar que en efecto te acabas de
abrir la cabeza y chorreas sangre. También te das cuenta que estás solo, que
eso no se va cerrar por arte de magia y que necesitas buscar soluciones.
Entonces los nanosegundos que acaban de transcurrir se convierten en macro segundazos,
largos y espesos, donde piensas muchas cosas y no piensas nada. Pero la madre
naturaleza es sabia y te pega un manotazo en la coronilla para que espabiles.
Es considerada la naturaleza, porque te llega a dar en la frente y la revientas
a palos. Pero no, el toque ha sido efectivo y coges la primera toalla que
tienes a mano y te aprietas la herida mientras te tumbas en la cama para pasar
al plan B. ¿A quién llamas? ¿Sacarás al vecino de la cama para que te vea con
las legañas aún puestas y un boquete de seis centímetro de largo? ¿Recurrirás a
tus padres que están fuera de la ciudad y no pueden hacer nada? Te duele el
dedo. Es curioso también como en poco segundos una de tus extremidades ha
adquirido un intenso tono morado y parece estar a punto de reventar. También es
en los grandes momentos cuando la tecnología te deja tirada, el móvil se
encabrita y no te permite realizar llamadas. Si te apetece jugar a Angry Birds
está todo bien pero si quieres llamar a alguien para que te socorra, pues te
buscas la vida. Te levantas, atraviesas el maldito lugar que antes no has
podido sobrepasar para llegar por fin al teléfono de toda la vida. Ya de paso
piensas en coger unos cuantos hielos del
congelador, envolverlos con la toalla y ponértelos por la cara, que con el tajo
descomunal ya tenemos suficiente y no necesitamos que se nos hinche a lo Carmen
de Mairena. Y logras llamar, y alguien acude en tu ayuda. Te llevan a urgencias
a ver si te pueden hacer un bordado fino por favor que la cosa está muy mal y
el boquete reluce bermellón en medio de la frente. De regalo te clavan un
banderín antitetánico y te mandan hacer unas placas a tu nuevo dedo magullado.
Y entonces te da el bajón; te resbalan los lagrimones por la cara. Te
sientes mal, ahora sí que te mareas de verdad. Y tú mismo buscas un par de
sillas juntas para dejarte caer y respirar abdominalmente. Un, dos, tres yo me
calmaré. Te dan agua, fresquita, parece que recuperas el color. Aprovechan para hacerte una foto. Emocionante, ahora tu cara moribunda y apedazada comienza a
saltar de whats up en whats up. El dedo no se ha roto pero lo entablillan por
si las moscas. Tres horas más tarde sales cojeando, pagas los ochos euros de
parking con cara de bobo y te llevan a buen recaudo, te cuidan, te miman y
vigilan que no digas más tonterías de las normales que el golpe en la cabeza es
cosa seria. Y has sobrevivido al macaco de tu vida y lo has gestionado más que
dignamente. Y te das cuenta de lo más importante: los saboteadores no han hecho
acto de presencia. A esos personajes interiores que te carcomen día a día con
el ‘no podrás’, ‘no lo lograrás’ no los has visto ni por el rabillo del ojo. Los muy cobardes han salido huyendo con el rabo
entre las piernas. Y no los has echado de menos precisamente. Les levantas el
dedo entablillado y les dices: ‘¡Cabrones, mirad como lo hago!’.