Ni las inmensas playas de
arena blanca, ni los altísimos cocoteros, ni siquiera las tremendas mulatas que
le dedicaban palabras mimosas y obscenas por igual, nada le llamaba tanto la atención
como aquellos perfectos faros de luz blanca. Desde que los vio por primera vez se
sintió mágicamente hipnotizado por ellos. No eran unos faros cualesquiera, porque se
iluminaban de día y se apagaban de noche. Pero él los mantenía siempre encendidos
en su retina y se deslumbraba con ellos a cualquier hora del día.
Por las mañanas, esperaba
pacientemente sentado en su terraza a que llegara la hora exacta. A dicha hora,
cogía su gorra y las gafas de sol y bajaba a la playa para posicionarse estratégicamente
cerca de la última roca que daba nombre a la cala. Allí esperaba ansioso la
llegada de los faros. Éstos solían hacer aparición de forma puntual pero en las
ocasiones en las que se retrasaban más de la cuenta, él se acercaba a la orilla
y dejaba que las olas le refrescaran los pies y de paso las ideas. Entonces aparecían,
y él se ponía las gafas para no quedar deslumbrado por su reflejo. Un raro
efecto lo magnetizaba al instante: el pulso se le aceleraba, un cosquilleo le
alborotaba sus partes más nobles y el corazón salía de su letargo estival para rugir
como el motor de un Jaguar tuneado. Permanecía observándolos un buen rato,
escondido debajo de su gorra y tras los cristales negros. Nadie era capaz de
adivinar hacia donde dirigía su mirada y a él nada le importaban sus vecinos de
hamaca. Su ángulo de visión estaba íntegramente enfocado hacia donde
parpadeaban aquellas luces blancas y divinamente puras. Cuando los faros desaparecían,
él se quedaba a oscuras, raro efecto ese estando como estaba en una de las
zonas del planeta que más horas permanece bañada por los rayos del inclemente
sol veraniego.
Por las noches no los
veía, tan solo los intuía pues éstos permanecían tímidamente tapados por algún trozo de ropa
muy fina, casi transparente. Él se concentraba y trataba de vislumbrarlos a lo
lejos pero tras varias cervezas la vista se le nublaba y los faros parecían
desaparecer como en una pantalla codificada.
Tras una noche bebiendo
muchas de esas cervezas, amaneció tirado en la playa, con la misma ropa del día
anterior, el pelo enmarañado y lleno de arena. El sol le calentaba en exceso la
cabeza y cuando logró abrir un ojo vio como los primeros bañistas clavaban sobre
él miradas llenas de recelo y curiosidad a partes iguales. Intuyó que esa iba a
ser una de aquellas resacas dignas de recordar con el paso de los años. Se
incorporó torpemente pues todo daba aún vueltas a su alrededor. Distinguió los
faros a lo lejos; llegaron por su izquierda y se pararon realmente muy cerca de
donde él, a duras penas, permanecía de pie. Aquellas luces le seguían obsesionando. Los días pasaban y
pronto estaría alejado de ellos; decidió que eso le apenaba sobremanera. Con la
euforia post alcohólica aun corriendo
por sus venas se puso en pie, se armó de
valor y medio tambaleándose se acercó para tratar de alcanzarlos, de sentir el
calor de la luz en sus manos.
—¿Has visto al tarado
ese? —preguntó Leire a su amiga aún sin salir de su asombro—¡Te quería agarrar
las tetas!¡No me lo puedo creer! Por un año que te decides a hacer topless ¿eh?
¡Eso es que las tienes demasiado blancas!