Le llamaban amapola por la delicadeza de su esencia. Era una
muchacha menuda y callada que avanzaba por la vida dejando un halo de enigmática
serenidad. Al igual que la flor no precisaba de grandes atenciones para
destacar sobre el resto de féminas como un manto rojo sobre un campo de trigo
seco. Su pelo corto y rojizo brillaba bajo la luz del sol y enmarcaba un rostro
en extremo dulce y un tanto perturbador. Sus ojos marrones parecían mimetizarse
con lo rayos solares adquiriendo un ligero tono amarillento y sus labios,
siempre pintados de carmín intenso, dibujaban una tímida sonrisa que
encandilaba al más sereno. Adolfo no era distinto al resto de los mortales y
pronto sucumbió ante aquella hipnótica mujer a la que no solo llamaban así por el color de su pelo.
¿Se imaginan ustedes que otra cosa podrían tener en común esa criatura y la
mencionada flor? Ni más ni menos que unas curiosas propiedades sedantes y analgésicas.
Aquello que ya griegos y romanos supieron descifrar y destinar para diversos
fines lúdicos y médicos estaba a punto de vivirlo Adolfo en sus propias carnes.
Corría el rumor de que un encuentro con nuestra peculiar protagonista era capaz
de transmitir tal paz y tranquilidad que podía hacer desaparecer de la cabeza
del más infiel cualquier atisbo de remordimiento y culpabilidad. Y así
suspiraba Adolfo cada día por besar esos labios que le traían loco y por yacer
con ese ser tan delicado que lo tenia completamente ensimismado. ¿Cómo seria
besar a una amapola? Mil veces trató de imaginar ese momento y mi veces acabó
desistiendo. Paseó por inmensos campos de amapolas y deslizó sus dedos por sus
finos pétalos tratando de imaginar el roce de su delicada piel. Un buen día no
pudo soportar más su desasosiego, y mintiendo a su mujer e hijos, salió
desesperado a su encuentro. La localizó en el camino de tierra que iba desde la
estación del tren hasta la plaza central. Ella lo miró fijamente a los ojos y
él sintió una ligera punzada en su corazón, como un pequeño aguijón cargado de
dulces opiáceos. No hicieron falta las palabras para que Adolfo se sintiera
correspondido. Amapola lo estrechó entre sus brazos y él inhaló el magnético
aroma de su pelo. La deseaba más que nunca pero una inusual calma se había
apoderado de Adolfo. Se sentía capacitado para saborear ese momento sin
prisas y con absoluta concentración.
Desaparecieron de su lado calles, casas, ruidos y personas. Solo ellos y el
viento bajo un inmenso azul primaveral y los rayos del sol. Acercó su cara a
esos labios encarnados que tanto había deseado y ambos se fundieron en un beso
de amapola, dulce, salvaje, húmedo y apasionado. Perdió la noción del tiempo
recorriendo cada uno de los centímetros de su piel y poco a poco sus músculos
se destensaron, sus facciones se relajaron y se dejó envolver por un enorme
pétalo aterciopelado que lo sumió en un sueño de lo más mágico y reparador.
Permanecía dormido en mitad del campo. Le despertó un ligero
cosquilleo en la cara. Una tímida amapola agitada por el viento le rozaba la
piel una y otra vez. Ni el propio Adolfo era capaz de recordar qué había
pasado. Hacía tiempo que no se sentía tan descansado. Varios fueron los vecinos
que lo vieron salir del campo al amanecer y pasó así a engrosar la leyenda de la
mujer amapola que, a esas horas de la mañana, se desperezaba en su cama
dispuesta un día más a brillar bajo la luz del sol.
Las amapolas no besan pensarán ustedes. Eso es porque nunca
han acariciado sus pétalos en una mañana de mayo…
*Dedicado a Sue. ¡Gracias por tu palabra!
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