Cual fue mi sorpresa, cuando un día subieron madre, hijo y niñata para quedarse. ¡No me lo podía creer! Ahora sí que íbamos a estar apretados. Boby contento, como siempre, exhibiendo lengua y sonrisa; pero yo poco más podía disimular. Los únicos momentos soportables eran los que empleábamos en acudir a clase. Bajábamos juntos y Maria destinaba su tiempo libre a enseñarnos cosas muy diversas. En ocasiones era un poco estricta con los ejercicios, pero en general estábamos todos satisfechos con las lecciones. El espacio y los recursos eran limitados; nos sentábamos como podíamos entre el suelo y la cama, y ella nos instruía haciendo uso de una pizarra no demasiado grande que se sostenía sobre un caballete bicolor.
Pero también estos momentos se fueron perdiendo, María andaba cada vez más ocupada y ya no podía prestarnos tanta atención. Se aficionó a la música y colgó en las paredes fotos y más fotos de gente desconocida que tocaba guitarras y agarraba micrófonos. Por aquel entonces María se reunía con sus amigas en casa; ponían música y se pintaban creyendo ser cantantes y bailarinas. Danzaban hasta caer extenuadas y les parecía la cosa más excitante del mundo. Yo seguía observando desde las alturas, incapaz de comprender tal divertimento. Y aún lo entendí menos cuando en lugar de reunirse, simplemente se llamaban por teléfono y se pasaban horas y horas hablando y haciendo planes para ir a tal o cual concierto. Si eso era algo tan maravilloso, ¿por qué no se dignó nunca a llevarme a alguno?
Durante una de mis tediosas jornadas de chismeo y observación me pude percatar de cómo sacaban por la puerta la mesa azul en la que tantas tardes habíamos apoyado nuestras tazas de porcelana. Y recordé con nostalgia las risas, las sesiones de peluquería y la complicidad que existió entre ella y yo. Se llevaron también la cama, y el armario de María que más de una pesadilla le había ocasionado; algunas noches, hace ya mucho tiempo, lo miraba y me contaba historias de monstruos que habitaban dentro de él. Según ella, eran peludos, malvados y se alimentaban de niños en la oscuridad. Entonces me abrazaba fuerte y cerraba los ojos hasta que caía dormida mientras escuchaba canciones entonadas por su madre.
Fue esta misma mujer la que un buen día subió a nuestro piso. Se quedó de pie delante de nosotros y, mirándonos fijamente a los ojos vociferó:
-¡María! Tenemos que sacar los pósters de la pared y la estantería que tienes encima de la cama para poder pintar tu habitación. ¿Qué quieres hacer con lo que tienes en ella?
-¡No lo sé! ¿Qué hay?
-¿Por qué no vienes y lo ves tú misma? ¡Estoy aquí subida en la escalera!
-¡Ahora no mamá! Que estoy jugando a
-Hay una Barbie canguro con bebé incluido, la muñeca pelirroja que te regalaron al nacer, un perro de peluche que ahora no recuerdo de donde salió y
-¡Tíralos!- gritó María desde el comedor.
-Y con el coche de
-¡Tíralo también!
Creo que fue entonces cuando se me paró mi olvidado corazón de trapo.
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