Cerró la puerta de golpe. Enojada.
Rabiosa. El corazón le latía muy por encima de lo normal y de lo considerado
clínicamente aceptable para sobrevivir unos cuantos años más. Se llevó las
manos a la cara, en un intento de cegar la realidad. Pero ésta permanecía allí.
Justo detrás de esa puerta que ahora aguantaba el peso de su pequeño y
tembloroso cuerpo.
Él se quedó un momento de pie,
tratando de asimilar todo lo que había ocurrido en ese apartamento que ambos habían alquilado cuatro años y medio atrás. Cogió el
tabaco del bolsillo de la chaqueta mientras volvía a encontrarse con el
silencio después de aquel sonoro portazo. Buscó el mechero y encendió un
cigarrillo. Dio una larga calada. Dejó salir el humo lentamente por su boca,
capaz ésta de lanzar los improperios más inverosímiles según acaba de comprobar.
¿Cómo habían llegado a ese infierno?
Las lágrimas resbalaban decididas
por su cara y caían sobre el suelo frío del rellano, formando un pequeño charco
de desavenencias y desilusión. Seguía agarrada al pomo metálico, incapaz de
asimilar tanta diferencia enquistada por los años. Nunca antes había visto esa
rabia en sus ojos, unos ojos marrón avellana, grandes y redondos, que le habían
hecho suspirar en más de una ocasión.
Salió al exterior. Necesitaba aire.
Necesitaba espacio. No sabía lo que realmente necesitaba. Recorrió el balcón
varias veces, arriba y abajo, como enjaulado, desorientado en esos ocho metros
cuadrados. Finalmente apoyó sus manos en la barandilla metálica. Sintió el
helor del metal y los primeros copos de nieve se fueron depositando sobre su
piel aún tostada por ese último viaje; una última carta que habían querido
jugar, pero que ya presagiaba esa desunión. Miró su muñeca, que aun conservaba
la pulsera verde del 'todo incluido'. Todo no había sido suficiente.
La bolsa permanecía a sus pies. La
cremallera, mal cerrada por las prisas y el descontrol, dejaba entrever parte
de una vida ahora dividida. ¿En qué lugar quedaban ellos entre tanto reproche?
Se habían atizado como nunca. Verbalmente. Como si hubieran dejado salir una
habilidad innata pero desconocida, capaz de herir de una forma brutal y casi
deshumanizada. Dudó si llevarse o no todo aquel lastre con ella.
Se sentía cansado y mareado. Nevaba
ya con intensidad cuando la vio pasar. Reconoció su abrigo rojo de franela y
ese pelo caoba en el que tantas veces se había zambullido. Le sobrevino el
aroma que solía desprender y sintió como un escalofrío le recorría la espalda.
Trató de tocar su melena con la mano, en la distancia, mientras ella desaparecía
para siempre entre la nieve y el vapor que salía de las alcantarillas. Tras de
si, dejó un halo de infelicidad que le invadió las entrañas.
ContinuaCon la C de Caperucita
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