Había escuchado su voz enlatada en
el contestador unas quince veces desde que su amigo perdiera la vida en el
hospital, en medio de una de las tormentas de nieve más fuertes de ese
invierno. Él respiraba y por lo tanto vivía, pero se sentía como una pieza desencajada
en medio de un engranaje de alta precisión. Recordó aquel cuerpo frío e
inmóvil, el de un amigo ya sin vida. Hubiera deseado llorar con él y no por él;
no por el inmenso vacío que les había dejado como legado; no por la sensación
de pérdida que avanzaba como un vertido de alquitrán y que ya manchaba el 95%
de su corazón. El 5% restante se ocupaba en seguir latiendo. Abrió su trozo de
armario. En eso siempre habían sido muy equitativos. Luego abrió la parte que
le correspondía a ella. Deslizó los dedos por sus vestidos, olió sus camisetas.
Se sentó en el borde de la cama y lloró solo. Amargamente.
El cuento había cambiado. Se había
reinventado en su propio papel. Ahora caperucita no temía al lobo. Se había
despojado de su capa y una noche más se divertía, bailaba y se dejaba querer.
No estaba acostumbrada a beber. Solo hacía una excepción con la cerveza
artesanal que fabricaba su suegro en casa, entre ollas, termómetros y
recipientes para fermentar. Tras la tercera copa, cayó de bruces en mitad de la
pista de baile. Un foco lila, rojo, azul, blanco... la iluminaba de forma
intermitente. Se llevó las manos a la cara. Le dolía la cabeza. Se arrastró
hasta un sofá algo apartado y permaneció sentada en el suelo, con la cabeza
apoyada sobre el tapiz agrietado del asiento. Entre luces, voces apagadas y la vibración
de los altavoces se quedó dormida.
Quizás era momento de empaquetar sus
cosas. La situación no parecía que fuese a revertir. Le pesaba no poderse
disculpar, hablar con ella. ¡Cuatro años no se podían haber esfumado con los
gritos que lanzaron al viento! Casi
había pasado una semana. Solo una semana pero toda una semana en la que no
había tenido noticias de ella. El tiempo era relativo pero en su caso el peso
de la impotencia aumentaba cada día unas cuantas toneladas más. Quería berrear
que la amaba. Que la necesitaba. Que aquello no tenía sentido sin ella. Quizás
era momento de enfriar la mente.
Se despertó en la habitación del
motel. No recordaba cómo había llegado pero supo que no quería despertarse allí ni
un día más. Había dejado de llover y un tímido color azul parecía querer tintar
el cielo. Puso el hervidor en marcha y se preparó una infusión de sobre. El
líquido caliente le reconfortó. Sintió una profunda nostalgia. Miró el teléfono que permanecía en la mesita
junto a la cama. El paso del tiempo lo había dotado de un color amarillento
nada favorecedor. Todo allí era frío y decadente. Dejó el motel con una idea
muy clara y se dirigió a la estación de autobuses.
Era ya de noche. Estaba sentado
frente al ordenador cuando escuchó la llave en la puerta.
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