viernes, 20 de abril de 2012

Con la O de Ojiplático

Caía la nieve como nunca en esta ciudad, en este polígono, en esta parada de ferrocarril. Llevábamos esperando más de quince minutos, cuando una voz metálica y anónima nos informó por los altavoces de la interrupción indefinida de la circulación de trenes consecuencia de esa imprevista tormenta. Quejas, personas disconformes y melodías de móvil comenzaron a inundar aquella estación que, para agravar un poco más la situación, era de las pocas que aún permanecía a la intemperie. La radio informaba del insólito caos que imperaba en la ciudad: calles bloqueadas, transportes inoperativos y servicios de urgencias saturados. Toda la red de cercanías parecía no estar funcionando, y yo me preguntaba cómo demonios iba a poder abandonar aquel recóndito lugar y llegar a casa de una vez.

Al principio me quise resistir, pero las orejas al borde de la congelación, los nervios y la impaciencia me llevaron a marcar el numero de teléfono de Carlos, un recién conocido con un especial derecho a roce, pero sin esa complicidad o confianza que otorgan los meses a las parejas. Él vivía con sus padres, muy cerca de allí, y rápidamente se ofreció a venir a rescatarme en coche. Tras otros veinte minutos de eterna espera le vi aparecer. Me comentó que la nieve hacía muy difícil la conducción y que la entrada a la ciudad estaba cerrada al tráfico. Decidí irme con él a su casa a la espera de que, con el paso de las horas, pudiera regresar a la mía, una vez se calmara la situación; pero no fue así y me ofrecieron pernoctar allí.

Tras una noche un tanto incómoda, compartiendo cama individual con mi nuevo ligue y pared con pared con la habitación de los padres de éste, amaneció un día claro y soleado. Carlos estaba en la ducha y yo me estaba cambiando cuando su madre irrumpió en la estancia.

-¡Buenos días!- me dijo sin pudor alguno. 

-Te traigo unas bragas. Están nuevas, ¿eh? ¡Por estrenar! Pruébatelas a ver si te van bien, sino te busco otras.

Y se quedó allí de pie, delante de mí, sonriendo y tendiéndome una bolsita transparente que contenía unas bragas color carne dentro.

-¡Vamos! No tengas vergüenza.

La situación era realmente embarazosa. Estaba tan perpleja, que agarré las bragas casi de un zarpazo y me las puse lo más rápido que pude. Era una braga-faja espeluznante. De abuela. Esperpéntica. Me llegaba por encima del ombligo y me hacía bolsas por todo el contorno.

-Son perfectas. Muchas gracias- acerté a decir.

Y ella sonrió, admiró la estampa un poco más y se dio la vuelta totalmente complacida.

-Voy a preparar café- me dijo, y cerró la puerta tras de sí.

Aún me estaba recuperando de esos minutos surrealistas cuando Carlos volvió de la ducha y me encontró allí de pie, en medio de la habitación, con las bragas más desmoralizadoras y lamentables jamás imaginadas. Y así fue como, el hijo de la madre que regalaba tristes braga-fajas el día después de una fuerte nevada, se sentó en el borde de la cama, ojiplático.

miércoles, 18 de abril de 2012

Con la S de Sant Jordi

Desangrado
Murió inocente un Dragón
Solo estaba jugando.
 
Haikus y fondo del blog gentileza de @sotohaikus (https://twitter.com/#!/SotoHaikus)
 
 
 
 
 
 


 

domingo, 8 de abril de 2012

Con la R de ROHRBACH ROLAND





Próxima parada... montaña mágica del Tibidabo. Me despierto sobresaltada. Me he vuelto a quedar dormida en mi asiento. Menos mal que esta vez me he inclinado hacia la ventana y no sobre el hombro de cualquier desconocido. ¿Tibidabo? ¡Yo he cogido el 7 para volver a casa!

Miro al exterior. El bus está aminorando la marcha al coger las últimas curvas de la carretera de la Arrabassada. Me pregunto qué hago llegando al parque de atracciones y se lo pregunto también a mi compañero de asiento, pero éste me mira impasible; se levanta mientras el vehículo se detiene por completo y se dirige a la puerta sin mediar palabra. ¡Será maleducado! Aún sigo perpleja cuando se me acerca el conductor y me insta a bajar 'Señorita, final del trayecto'. Me siento completamente ridícula por haber cogido el bus equivocado. Salgo del vehículo y, tras de mí, éste cierra sus puertas y da media vuelta para comenzar de nuevo el descenso hacia la ciudad.

Mientras me planteo cómo volver a casa, me acerco al mirador: los últimos rayos de sol de la tarde se reflejan en nuestro querido Mediterraneo y un tono entre dorado y cobrizo ilumina la ciudad. Mi barrio, el Eixample, reluce de forma especial. ¡Hace tanto tiempo que no subía hasta aquí! Miro mi atracción favorita con nostalgia. A los pocos minutos estoy dentro del parque y me dirijo decidida hacia el avión; no hay cola. Rápidamente me permiten subir y ocupar un asiento. Recuerdo a la perfección los viajes con mi abuelo. Él me explicaba que volábamos en una réplica a escala real del Rohrbach Roland, avión que usó la aerolínea Iberia para hacer el primer vuelo comercial entre Barcelona y Madrid. A mi abuelo le fascinaban los aviones.

Han pasado ya varios minutos pero nadie más ha decidido subir; la hélice comienza a girar sólo para mí. Una emoción infantil me recorre el cuerpo. Miro embelesada por la ventanilla, cual niña de seis años, feliz, y temerosa a la vez por el correcto funcionamiento del antiguo aparato. Tras una primera vuelta completamente normal, un movimiento brusco hace que el mítico avión se desancle de la estructura y arranque el vuelo. Grito asustada pero nadie me escucha. Abajo, la noria sigue girando y los niños comen nubes de algodón. Nadie parece percatarse del terrible incidente.

Planeo por el cielo y poco a poco me voy relajando en mi pequeño avión rojo. Atrás queda la Montaña Mágica y la Torre de Collserola. Sobrevuelo el Carmel, Sant Gervasi y el Parc Güell. Giramos a la derecha y ahora nos dirigimos hacia el barrio de Gràcia. Noto cómo mi abuelo me agarra la mano en este paseo aéreo tan especial. Las primeras farolas se encienden a mis pies mientras avanzamos en dirección al mar. Llegamos a Las Ramblas, el barrio gótico y el monumento a Colon. El traqueteo de la hélice y el ruido del motor me van dejando adormilada hasta que, de repente, mi querido avión se queda sin combustible y, tras una sacudida amenazadora, comienza un descenso en picado. ¡Caemos directos sobre una de las cestas del Teleférico!

Doy un bote en mi asiento y mi mejilla choca con un fornido hombro. Un joven, a mi lado, me mira algo contrariado. Próxima parada... Gran Vía - Sardenya. Siempre me duermo hacia el lado equivocado.