lunes, 15 de octubre de 2012

Con la L de Laberinto

laberinto
Hace ya bastante tiempo, yo habitaba en una pequeña aldea de montaña, a la que solo se podía acceder por una serpenteante carretera que ascendía durante más de diez kilómetros desde el núcleo urbano más cercano. Sus fundadores, gente brava y emprendedora, levantaron con sus propias manos once casas que, unidas a una más que destacable plaza central, recibieron el nombre de Aldeanueva del Alto Estrecho, en honor al angosto pero increible paisaje que les acojía. Mi madre me parió allí y allí me crie durante aproximadamente siete años. Desde pequeño anduve merodeando por aquellas tierras con mis tres hermanos, viendo a los aldeanos ir y venir del campo y sufriendo grandes apuros durante el crudo invierno que allí azotaba. No conocí otro cobijo que el pajar en el que nos acurrucábamos en busca de calor y donde nos alimentábamos con los manjares que algún bendito vecino nos dejaba en la puerta. Desconozco quien fue mi padre pero no debió ser éste un mal ejemplar puesto que siempre me han tildado de ser listo y hermoso como mi progenitor. Los años pasaron por aquellos verdes y espesos parajes y la aldea comenzó a menguar de manera alarmante. Me explicó mi madre que la falta de recursos y las pocas posibilidades de trabajo habían hecho que, uno a uno, los habitantes más jóvenes del lugar fueran desfilando hacia pueblos y ciudades cercanas. Nosotros permanecimos allí, fieles a nuestras raíces, al igual que los más ancianos, aquellos que casi se habían mimetizado con el lugar. Pero el carácter de nuestra gente se fue agriando ante la impotencia de ver como su adorada aldea se convertía en un difuso reflejo de lo que fue. Un buen día, recuerdo estar yo en la entrada del pueblo, husmeando entre los arbustos y siguiendo la pista de algún jabalí cuando lo vi llegar. Era un hombre alto y delgado que cargaba una inmensa mochila a sus espaldas. Su rostro enrojecido y sudado por el esfuerzo de la subida, albergaba unos inmensos ojos que, atónitos, observaban incrédulo la belleza del lugar. Paró justo a mi lado y me acarició la cabeza mientras me ofrecía un trozo de galleta. Me cayó bien aquel hombre y decidí seguirlo hasta la plaza del pueblo donde se encontró con don Jaime, el alcalde. Éste le convidó a unos tragos de vino en su casa y hablaron largo y tendido sobre los orígenes y la hermosura del lugar. Lo sé porque permanecí en la puerta escuchando, escondido tras las cortinas. En mi defensa debo alegar que poca cosa más se podía hacer por aquel entonces para distraerse. El forastero se instaló en casa de don Jaime, dispuesto a disfrutar unos días de todo aquello. Pasaron juntos muchas horas, bebieron muchos vasos de vino y, al cabo de cinco días, el alcalde aseguró, junto a la fuente de la plaza, que la vida en la aldea iba a cambiar de forma fortuita. En los días venideros fueron muchos los mozos que subieron, alentados por la mano de obra que allí se precisaba. Rápido se pusieron a trabajar a las órdenes del forastero, el señor Bartolomé que resultó ser un arquitecto de renombre y una eminencia en el campo de las matemáticas. Pasaron jornadas sudando bajo el sol de verano, azotados por las lluvias otoñales y sufriendo las ventiscas del crudo invierno. Bartolomé dibujaba planos, hacía números y daba órdenes al resto, que contagiados por su energía, se limitaban a obedecer. Yo me sentaba a diario en la entrada de aquel extraño lugar que se habían empeñado en construir y los veía cavar la tierra, plantar arbustos y levantar muros de piedra. Al mediodía, me acercaba a ellos y, con suerte, me llevaba algún trozo de bocadillo al estómago. Pero nunca me dejaron entrar al recinto mientras estuvo éste en construcción. Finalmente llegó el día de la gran inauguración. La noticia había corrido como la pólvora y una pequeña multitud se agolpó temprano, alrededor de aquel nuevo e insólito espacio. Los ojos expectantes de los lugareños se clavaban en don Jaime quien, ufano y luciendo sus mejores galas, cortó la cinta roja y dio por inaugurado el Laberinto de Aldeanueva del Alto Estrecho no sin antes advertir que les resultaría muy fácil entrar y muy difícil el poder salir. Estas palabras generaron aún mayor expectación entre el público, pues de todos es conocida esa fascinación humana por superar retos imposibles. Entre gritos y alborotos, grandes y pequeños, padres e hijos comenzaron a entrar como moscas en un tarro de miel. Yo me quedé en la puerta, esperando, dispuesto a observar las reacciones a su salida. Pero no observé absolutamente nada porque las horas se esfumaron, el sol dejó paso a la luna y yo permanecí solo mientras la noche caía sobre la aldea. A la mañana siguiente regresé temprano y del mismo modo procedí durante los siete días que estaban por venir. La fama de aquel laberinto imposible se extendió por varios kilómetros a la redonda, y los curiosos seguían llegando y adentrándose dispuestos a ser los primeros en conseguir la supuesta gran hazaña de volver a salir por el mismo lugar por el que acababan de entrar. Nunca entendí aquella rivalidad humana, esas ansias, aquel afán por superar cosas ridículas. Llegó el séptimo día y decidí entrar, en parte guiado por mi curiosidad y en parte en busca de aquellas manos que siempre antes nos habían procurado algún que otro alimento. Comencé a recorrer el entramado de calles dispuestas durante todo un año por los mozos que estuvieron a las órdenes del señor Bartolomé y en más de una ocasión acabé dándome de bruces contra setos y paredes que emergían en mitad del camino sin ningún sentido aparente. Desde mi canino punto de vista, me pareció todo de lo más absurdo. Caminé largo rato. Finalmente, gracias a mis instintos más básicos y sobretodo a mi buen olfato, pude dar con lo que parecía ser una plaza central (como si no tuviéramos ya una plaza en el pueblo) donde encontré a todos los paisanos discutiendo entre si, tratando de recrear su propio poblado dentro de aquella inmensa encrucijada. Parecían haber abandonado la posibilidad de salir y ahora centraban toda su energía en levantar de nuevo un gran lugar en el que vivir. Ladré y me hice ver; intenté que me siguieran con todas mis fuerzas pero ni uno solo de ellos hizo caso a un pobre perro ignorante y sin collar. Ni siquiera don Bartolome quien, contento como el primer dia que le vi, estaba ya enfrascado en dirigir las nuevas obras. Con relativa facilidad y mucha paciencia di de nuevo con la salida y rápidamente me acerqué a nuestro pajar en busca de mi familia. Y así fue como dejamos atrás la aldea más pequeña que albergó el laberinto más grande jamas contruido, lleno de humanos perdidos en su propia locura; habían olvidado de donde procedían y eso ya no era algo que les importara en demasía.

domingo, 7 de octubre de 2012

Con la S de Silencio

silencio

Doña Mercedes agarraba la mano de su nieta fuertemente antes de cruzar cualquier calle. Estaba acostumbrada a ver a los chiquillos correr alegremente, arriba y abajo, por las tranquilas calles y plazas de su pueblo natal, pero allí, en la gran cuidad, entre automóviles que no respetaban nada, extraños transeúntes, el ruido de cláxones furiosos y enormes máquinas que taladraban el suelo sin cesar, se le antojaba un peligro y casi un pecado dejar suelta a una criatura inocente como lo era su nieta Inés. Ésta se dejaba hacer y en cada parada, mientras el semáforo permanecía en color rojo, se dedicaba a observar concienzudamente cada una de las venas que sobresalían de la huesuda mano de su abuela. ¡Manos de bruja!, le decía entonces entre carcajadas, y doña Mercedes se reía y se hacía la ofendida. Eran ciertamente unas manos escuálidas y hasta cierto punto arrugadas, pero le resultaban entrañables y le recordaban con cariño a su madre y a su abuela, gran pianista esta última; ellas las habían lucido exactamente igual en aquella época donde las caras eran caras y no burlas de bisturí. Aquel día se dirigían hacia el colmado para comprar harina y media docena de huevos con los que preparar una suculenta tarta, que haría, una vez más, las delicias de Inés. Avanzaron juntas un par de calles, sin hablar, porque doña Mercedes quería permanecer atenta a todos los peligros que pudieran acecharlas. Le parecía absolutamente inverosímil que a la gente le gustara vivir rodeada de todo aquel bullicio y griterío. De repente, Inés se sintió atraída por un pequeño cachorro de perro dálmata que le miraba desde el otro lado de la calle.
cachorro dalmata
Tenía una gran mancha negra que le cubría la mitad izquierda de su cabeza, mientras que en la otra mitad, resaltaba un redondo ojo negro sobre el pelaje blanco. Sin pensárselo dos veces, arrancó a correr hacia el dulce perrito, ajena a peligros y al susto que su abuela pudiera padecer. Tuvo suerte la inocente criatura pues no pasó ningún coche en aquel momento, mas no así su abnegada y precavida abuela, cuyo corazón no pudo soportar tamaño susto. Mientras Inés jugaba con el animal y se dejaba lamer, la escena se teñía de la más amarga de las tragedias y, en absoluto silencio, ella se desvanecía en la acera, víctima de un infarto.


*Esta palabra ha sido sugerida por @Tanitart. ¡Muchas gracias!
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