miércoles, 25 de septiembre de 2013

Con la F de Faros

faro luz

Ni las inmensas playas de arena blanca, ni los altísimos cocoteros, ni siquiera las tremendas mulatas que le dedicaban palabras mimosas y obscenas por igual, nada le llamaba tanto la atención como aquellos perfectos faros de luz blanca. Desde que los vio por primera vez se sintió mágicamente hipnotizado por ellos.  No eran unos faros cualesquiera, porque se iluminaban de día y se apagaban de noche. Pero él los mantenía siempre encendidos en su retina y se deslumbraba con ellos a cualquier hora del día.

Por las mañanas, esperaba pacientemente sentado en su terraza a que llegara la hora exacta. A dicha hora, cogía su gorra y las gafas de sol y bajaba a la playa para posicionarse estratégicamente cerca de la última roca que daba nombre a la cala. Allí esperaba ansioso la llegada de los faros. Éstos solían hacer aparición de forma puntual pero en las ocasiones en las que se retrasaban más de la cuenta, él se acercaba a la orilla y dejaba que las olas le refrescaran los pies y de paso las ideas. Entonces aparecían, y él se ponía las gafas para no quedar deslumbrado por su reflejo. Un raro efecto lo magnetizaba al instante: el pulso se le aceleraba, un cosquilleo le alborotaba sus partes más nobles y el corazón salía de su letargo estival para rugir como el motor de un Jaguar tuneado. Permanecía observándolos un buen rato, escondido debajo de su gorra y tras los cristales negros. Nadie era capaz de adivinar hacia donde dirigía su mirada y a él nada le importaban sus vecinos de hamaca. Su ángulo de visión estaba íntegramente enfocado hacia donde parpadeaban aquellas luces blancas y divinamente puras. Cuando los faros desaparecían, él se quedaba a oscuras, raro efecto ese estando como estaba en una de las zonas del planeta que más horas permanece bañada por los rayos del inclemente sol veraniego.

Por las noches no los veía, tan solo los intuía pues éstos permanecían  tímidamente tapados por algún trozo de ropa muy fina, casi transparente. Él se concentraba y trataba de vislumbrarlos a lo lejos pero tras varias cervezas la vista se le nublaba y los faros parecían desaparecer como en una pantalla codificada.

Tras una noche bebiendo muchas de esas cervezas, amaneció tirado en la playa, con la misma ropa del día anterior, el pelo enmarañado y lleno de arena. El sol le calentaba en exceso la cabeza y cuando logró abrir un ojo vio como los primeros bañistas clavaban sobre él miradas llenas de recelo y curiosidad a partes iguales. Intuyó que esa iba a ser una de aquellas resacas dignas de recordar con el paso de los años. Se incorporó torpemente pues todo daba aún vueltas a su alrededor. Distinguió los faros a lo lejos; llegaron por su izquierda y se pararon realmente muy cerca de donde él, a duras penas, permanecía de pie. Aquellas luces  le seguían obsesionando. Los días pasaban y pronto estaría alejado de ellos; decidió que eso le apenaba sobremanera. Con la euforia post alcohólica  aun corriendo por sus venas  se puso en pie, se armó de valor y medio tambaleándose se acercó para tratar de alcanzarlos, de sentir el calor de la luz en sus manos.

—¿Has visto al tarado ese? —preguntó Leire a su amiga aún sin salir de su asombro—¡Te quería agarrar las tetas!¡No me lo puedo creer! Por un año que te decides a hacer topless ¿eh? ¡Eso es que las tienes demasiado blancas!



martes, 27 de agosto de 2013

Con la A de Almitis


Tiene usted el alma inflamada ­—determinó aquel doctor con porte serio y bigote afilado—, como ves es un caso muy rápido de diagnosticar pero más lento de curar —prosiguió diciendo mientras arrancaba un hoja de su bloc de recetas—. No te puedo inmovilizar el alma ¿no? —levantó la vista de la hoja y se quedó mirándome fijamente. Intenté buscar algún atisbo de sonrisa o complicidad bajo aquel bigote pero no lo encontré.

—Perdón — dije tímidamente—, ha dicho usted ¿alma? —me atreví por fin a preguntar, aún perpleja.

— Si señorita, una almitis en toda regla. Haga reposo sentimental y tómese tres veces al día este antinflamatorio que le receto. Trate de descansar, no sufra en la medida de lo posible para evitar que le duela más de lo estrictamente necesario —sentenció tendiéndome la mano como quien da una visita por terminada.

Me pasó por la cabeza que me estuviera tomando el pelo, pero los médicos no toman el pelo hasta donde yo sé... Cogí la receta que me entregaba mientras multitud de preguntas me atiborraban la cabeza.

—¿Puedo ir a nadar? —fue la primera que logró salir por mi boca.

—Debe usted hacer vida normal siempre y cuando no le afecte el alma. Yo diría que nadar no le va a perjudicar en absoluto ¿no lo cree así? —y entonces dejó entrever una sonrisa que a mí me pareció de lo más burlona.

Me sentí tonta y a la vez muy cabreada. No entendía nada y aquel supuesto profesional me estaba empezando a sacar de mis casillas.

¿Cuantos días debía 'reposar'? ¿Qué era exactamente lo que tenía que evitar? ¿Enamorarme? ¿Hablar con mi ex? ¿Ver Titanic una vez más? ¿Pensar en el hambre en el mundo? Pero sobre todo, ¿cómo había llegado a la conclusión de que yo tenía el alma hinchada? Ni una sola de esas preguntas salió a la luz en aquel despacho inmaculado. Me giré indignada y salí de allí con el mismo dolor con el que había llegado y de regalo me llevaba un montón de serias dudas sobre la reputación de la sanidad en general y de aquel doctor en particular. Cierto es que me dolía la zona cercana al corazón y que si tengo que ubicar el alma en algún lugar físico de mi cuerpo éste sería sin duda el órgano escogido, pero la idea de materializar el alma era algo que no me acaba de encajar en mi mente racional. Para empezar no lograba dar forma a mi alma y algo que no tiene forma... ¿Cómo se va a hinchar?

Al día siguiente decidí acudir a un doctor distinto al anterior, uno que no conocía de nada pero que visitaba en el horario que más me convenía. Era más joven que el bigotudo, tenía un rostro agradable, de esos que inspiran confianza y tranquilidad.

—¿Qué puedo hacer por ti? — me tuteó en tono simpático y cordial.

—Hace unos días que me duele aquí —le dije señalando la zona medio del pecho, justo a la derecha del corazón.

—Vamos a ver — se puso en pie—, quítate la camiseta y túmbate en la camilla.

Me estuvo palpando la zona y auscultando a la vez que me hacía preguntas del tipo ¿te duele al respirar? ¿el dolor se irradia en alguna dirección concreta? ¿aquí también te duele?

—No, es un dolor fijo y agudo, como si me clavaran una pequeña aguja de coser.

—No parece que sea muscular. Te haré un electro para descartar algo más grave pero casi que ya te puedo afirmar que se trata de una almitis tradicional, nada grave, sencillamente una inflamación leve del alma.

De nuevo me quedé muda, cavilando sobre el diagnóstico que aquel doctor estaba introduciendo en el programa informático. Se le veía hábil con las teclas, usaba ambas manos para teclear y rápidamente introdujo todas sus conclusiones en mi expediente.

—Alma... —susurré yo sin darme cuenta que estaba verbalizando mis pensamientos.

—Sí, pero no te preocupes que no es grave. Evita los sufrimientos y deja los dramas aparcados por unos quince días. Por lo demás puedes seguir con tu ritmo habitual. Sería conveniente que rieras profundamente unas tres veces al día y que sonrías otras tantas.

—Y la baja es necesaria? —me aventuré a preguntar—. Puestos a aceptar aquel disparate, mejor hacerlo en casa y sin trabajar.

—¿Trabajas en una funeraria, con enfermos terminales, en una ONG en países subdesarrollados, en el sector de la minería, en la policía antidisturbios...?

—Soy diseñadora gráfica —le corté poco esperanzada.

—Entonces no hay incompatibilidad ninguna con su proceso de recuperación —y me sonrió amablemente mientras me tendía la mano a modo de despedida.

Si conociera a mi jefe y viera mi nómina a final de mes seguro que no descartaba tan rápidamente mis nueve horas diarias frente al ordenador de su lista de trabajos dramáticos y fatales para el alma.
Estuve tentada de preguntarle por la forma que tenía el alma y si en efecto pesaba 21 gramos, pero me limité a estrecharle la mano y a salir de la consulta.
 
Empecé a hacer caso a esa pequeña gran desconocida que me lanzaba punzadas de dolor a su apetencia. Decidí seguir las indicaciones del doctor más atento para cuidarla y protegerla con esmero. Imaginé que tenía forma triangular; a base de mimos y esfuerzos estaba dispuesta a redondearle los ángulos hasta dejarla en forma de media luna sonriente. Durante los siguientes días mis compañeros descubrieron mi más que digna dentadura. Sonreí a unos y a otros hasta que más de uno debió pensar que había perdido la cordura. Eliminé de mis hábitos diarios todas las penurias que pude: dejé de ver noticias sensacionalistas deprimentes, guardé todos los cds de Malú, evité coger el metro para no lidiar con el mismo mendigo de cada día, tampoco cogía el coche para no tener que aguantar los bocinazos de la gente estresada e incluso me pasé a una dieta vegetariana por no pensar en el trágico final de los animales que acababan en mi estómago. Solo escuchaba música animosa, iba caminando a los sitios, me entretenía con series cómicas y por supuesto continuaba con mis sesiones diarias de natación.

El dolor fue remitiendo, sigilosamente, hasta desaparecer por completo. Yo me sentía feliz, le hablaba y le dedicaba alguna que otra canción. Éramos buenas amigas, estábamos en sintonía. Ahora me imaginaba mi media luna sonriente al lado del corazón, aunque quizás ¡demasiado cerca de él! Igual ¡hasta se daban la mano cuando yo me despistaba! ¿Sería tan desagradecida como para cambiar mi amistad por la de un órgano absolutamente feo y viscoso?

—Siéntese y dígame, ¿qué le sucede? —me preguntó la doctora enfundada en su bata blanca.

—Me gustaría pedir hora para extirpar el alma. 


jueves, 28 de marzo de 2013

Con la T de Tropiezo


En los grandes momentos te das cuenta de la importancia de los segundos, esos gran ignorados que acompañan a las largas horas y a los modestos minutos. Dos segundos son suficientes para ponerlo todo del revés. En dos segundos te puede sonar el teléfono, puedes saltar de la cama, puede que el pie se te quede trabado en los bajos de tu propio pijama y que salgas volando para acabar estampando tu frente en el canto de una pared que odiarás para el resto de tus días. Os lo prometo, con dos segundos basta. De repente estás noqueado en el suelo, tratando de averiguar si ese trompazo te lo has dado de verdad, si esa pared siempre ha estado allí y si eres capaz de ponerte en pie de nuevo. Del teléfono ya ni te acuerdas. Pero vuelven a pasar dos segundos más y notas como te gotea algo líquido por la frente. Instintivamente te llevas la mano a la supuesta herida y ves que regresa de color rojo intenso.  No entiendes nada pero saltan todos los sistemas de alarma que llevamos integrados de serie y te diriges medio moribundo hacia al espejo más cercano para comprobar que en efecto te acabas de abrir la cabeza y chorreas sangre. También te das cuenta que estás solo, que eso no se va cerrar por arte de magia y que necesitas buscar soluciones. Entonces los nanosegundos que acaban de transcurrir se convierten en macro segundazos, largos y espesos, donde piensas muchas cosas y no piensas nada. Pero la madre naturaleza es sabia y te pega un manotazo en la coronilla para que espabiles. Es considerada la naturaleza, porque te llega a dar en la frente y la revientas a palos. Pero no, el toque ha sido efectivo y coges la primera toalla que tienes a mano y te aprietas la herida mientras te tumbas en la cama para pasar al plan B. ¿A quién llamas? ¿Sacarás al vecino de la cama para que te vea con las legañas aún puestas y un boquete de seis centímetro de largo? ¿Recurrirás a tus padres que están fuera de la ciudad y no pueden hacer nada? Te duele el dedo. Es curioso también como en poco segundos una de tus extremidades ha adquirido un intenso tono morado y parece estar a punto de reventar. También es en los grandes momentos cuando la tecnología te deja tirada, el móvil se encabrita y no te permite realizar llamadas. Si te apetece jugar a Angry Birds está todo bien pero si quieres llamar a alguien para que te socorra, pues te buscas la vida. Te levantas, atraviesas el maldito lugar que antes no has podido sobrepasar para llegar por fin al teléfono de toda la vida. Ya de paso piensas en coger unos cuantos hielos  del congelador, envolverlos con la toalla y ponértelos por la cara, que con el tajo descomunal ya tenemos suficiente y no necesitamos que se nos hinche a lo Carmen de Mairena. Y logras llamar, y alguien acude en tu ayuda. Te llevan a urgencias a ver si te pueden hacer un bordado fino por favor que la cosa está muy mal y el boquete reluce bermellón en medio de la frente. De regalo te clavan un banderín antitetánico y te mandan hacer unas placas a tu nuevo dedo magullado. Y entonces te da el bajón; te resbalan los lagrimones por la cara. Te sientes mal, ahora sí que te mareas de verdad. Y tú mismo buscas un par de sillas juntas para dejarte caer y respirar abdominalmente. Un, dos, tres yo me calmaré. Te dan agua, fresquita, parece que recuperas el color. Aprovechan para hacerte una foto. Emocionante, ahora tu cara moribunda y apedazada comienza a saltar de whats up en whats up. El dedo no se ha roto pero lo entablillan por si las moscas. Tres horas más tarde sales cojeando, pagas los ochos euros de parking con cara de bobo y te llevan a buen recaudo, te cuidan, te miman y vigilan que no digas más tonterías de las normales que el golpe en la cabeza es cosa seria. Y has sobrevivido al macaco de tu vida y lo has gestionado más que dignamente. Y te das cuenta de lo más importante: los saboteadores no han hecho acto de presencia. A esos personajes interiores que te carcomen día a día con el ‘no podrás’, ‘no lo lograrás’ no los has visto ni por el rabillo del ojo.  Los muy cobardes han salido huyendo con el rabo entre las piernas. Y no los has echado de menos precisamente. Les levantas el dedo entablillado y les dices: ‘¡Cabrones, mirad como lo hago!’.
cicatriz tropiezo

lunes, 25 de febrero de 2013

Con la L de Lejanía

lejanía

Querido Paolo,
Cuando te fuiste, cuando cogiste aquel avión que te alejaba para siempre, incluso antes, cuando me comentaste tu decisión de marcharte, con esa claridad que desprendían tus ojos y esa calma en tus palabras, justo en ese momento, supe que ella me perseguiría sin descanso noche tras noche y día tras día. Pero me sentí incapaz de decírtelo, de exponerte mis temores, de cortarte las alas y truncarte eso que llamabas tu gran oportunidad sólo por no saber encararme con aquella oportunista y despiadada fémina. Fui plenamente consciente de todas las estrategias que ella iba a utilizar, porque ya nos conocimos hace años, cuando estuviste destinado medio año en Perú. Tampoco entonces te comenté nada sobre ella, de los diversos encuentros que mantuvimos, de cómo amedrentó mi existencia todos esos meses que estuvimos distanciados.

Ahora pienso que carecí del valor de frenarte, de hacerte permanecer a mi lado, de borrar esos kilómetros que se iban a interponer entre nosotros, pero te quería tanto que me sentía incapaz de quitarte lo que durante tantos años habías anhelado. Quizás lo único que tuve fue precisamente eso, valor. El valor de quedarme sola a sabiendas de tan retorcida chantajista. Y no me equivocaba; lo cruel de todo esto es que no erraba ni un milímetro en mis suposiciones. No pasó ni una hora desde que tu avión iniciara el despegue que ya estaba llamando a mi puerta. Cierto es que la estaba esperando, pero aun así sentí que las fuerzas me fallaban y fui incapaz de ponerme en pie. Permanecí sentada en el sofá, con la infusión recién preparada entre mis manos y con el corazón latiendo a mil por hora, mientras el timbre sonaba más impertinente que nunca. Estuve tentada de abrir la puerta y dejarla entrar pero finalmente no cedí. No estaba aún preparada para nuestro encuentro. Me quedé quieta, en silencio, con las luces apagadas para que no se percatara de mi presencia hasta que finalmente se fue y yo me quedé dormida. A la mañana siguiente vi una nota suya en el buzón, recordándome su presencia. Me mandó mensajes, correos electrónicos, recibí llamadas suyas cada vez con más frecuencia, y así pasaron los días y las semanas, sintiéndome acechada a cada instante, volviéndome a cada esquina, viendo su cara en cada escaparate y sintiéndome cada vez más incapaz de enfrentarme a ella. Si te hubieras quedado Paolo, ella no habría tenido el valor de acercarse a mí. Pero tu marcha le dejó el camino complemente libre para acosarme de nuevo y no dejarme prácticamente vivir. Desde esa primera noche sentí su aliento gélido en mi nuca, y una especie de losa pesada cayó sobre mi cuerpo. Me costaba hasta caminar, miedosa como estaba de encontrarme cara a cara con ella. Finalmente decidí no salir de casa, mantuve las persianas bajadas por si se me espiaba desde la calle y desconecté la línea de teléfono. Pero ni de ese modo fui capaz de frenar su embestida ni de evitar el día en el que ella supo cómo contactar conmigo. Era domingo. Lo recuerdo especialmente porque los domingos solían ser días especiales para nosotros, cuando estábamos aun juntos digo. Te levantabas temprano y salías a correr, ¿recuerdas? Llegabas con el desayuno justo cuando yo aún me desperezaba y después pasábamos la mañana en la cama, leyendo el periódico y hablando de nuestras cosas. En el fondo da igual lo que hiciéramos, pero recuerdo que era domingo precisamente por la nostalgia que sentí de todo aquello. Estaba a punto de entrar en la ducha cuando alguien aporreó la puerta. Reconocí la voz de Dolores, nuestra vecina de enfrente, que con los años se ha vuelto demasiado charlatana y dada al chismorreo pero sigue siendo una buena persona. Decidí abrir la puerta. Me comentó lo preocupada que estaba de no cruzarse conmigo durante días, de ver todas las persianas bajadas. Pensó que quizás estaba de viaje pero escuchaba ruidos en el interior y no sabía si llamar a la policía. Logré calmarla y le di a entender que no me encontraba del todo bien y que por eso había permanecido en la cama. Cuando ya estaba prácticamente cerrando la puerta ella se acordó de algo. Hacía prácticamente una semana que una mujer le había dejado una nota para mí.
—Que despiste —me dijo, y sacó un sobre del bolsillo de su bata y lo depositó en mi mano mientras me sonreía amablemente. Me quedé helada. Habían pasado ya tres meses y medio aproximadamente desde tu marcha y ella no había cesado en su empeño. Quizás iba siendo hora de afrontar el tema. Me temblaban las manos cuando desdoblé aquel trozo de hoja. Decía así:

Estimada Candela,
Puedes rehuirme, te puedes esconder e incluso puedes tratar de hacerme desaparecer, no obstante y pese a lo paradójico del asunto, siempre voy a estar cerca. Así lo quiso Paolo con su marcha. No te esfuerces, no te alejes porque siempre te alcanzaré. Te aconsejo que te acostumbres a mi presencia, que me saludes cada mañana o te puedo llegar a hacer la vida insoportable. No te desgastes o te venceré.

Firmado: Lejanía.


*Relato dedicado a @xenbarrull. ¡Gracias por tu palabra!

domingo, 27 de enero de 2013

Con la W de Wonderful


Camuyla era una hormiga singularmente bella y delicada; sus largas pestañas, su minúscula cintura y su contorneo al caminar volvían locos a todos sus congéneres masculinos y provocaba la envidia entre el resto de obreras menos agraciadas. Romolonualdo por el contrario era un ejemplar de fornidas patas, valiente y vigoroso que trabajaba feliz de sol a sol al frente de su pelotón de soldados. Romolonualdo era muy apreciado por toda la comunidad. Contagiaba su entusiasmo allí por donde pasaba y ayudaba a los más débiles siempre que era menester. Por el resto del hormiguero eran conocidos como Muy y Molón respectivamente. El primer día que se cruzaron fue en el pasillo entre la quinta y la sexta galería. Andaba Muy cargada con medio grano de arroz bajo el brazo y una semilla de sésamo sobre su cabeza cuando Molón le vio por el rabillo del ojo. Sin dudarlo acudió raudo y veloz a socorrer a la bella damisela y sólo hizo falta un parpadeo de Muy para que a Molón le temblaran hasta las antenas. Muy también se ruborizó al instante ante aquella hormiga de marcadas mandíbulas, y adquirió un ligero tono sonrojado en las mejillas que embaucó aún más a nuestro corpulento soldado. Éste no durmió en toda la noche pensando en la manera de coincidir de nuevo con ella. La vida hasta entonces conocida se le antojaba sosa, monótona y carente de toda gracia. Necesitaba agarrarse a esa cinturita y no soltarla jamás pero ¡la Reina no le iba a poner las cosas nada fáciles! Esa tirana era capaz de arrancarle la cabeza de un mordisco sin despeinarse. Dada su naturaleza optimista y en parte despreocupada, se recordó a sí mismo que él no era una hormiga fácil de desanimar: ¡Lo inalcanzable se puede conseguir! ¡Energía no me falta! —se dijo, y recordó las palabras de su sabia madre: ‘Si puedes soñarlo, puedes hacerlo’.

A la mañana siguiente, antes de que su pelotón se pusiera en marcha, se acicaló las antenas y se dispuso a recorrer pasillo a pasillo hasta dar con Muy y declararle su nuevo y repentino amor. El esfuerzo resultó ser menor del esperado ya que Muy y su cintura estaban casualmente agazapadas a la salida de la galería donde él dormía con sus hombres. Torpemente agarró la mano de Muy y le espetó casi sin respirar:

—Te quiero y te requiero. Eres el tinto de mi verano y la chispilla de mi vida. Lo nuestro es de otro planeta nena. ¿Quieres dejarlo todo y salir a ver mundo conmigo?

Muy abrió unos ojos como platos. Luego miró al suelo y permaneció callada unos segundos. A Molón el corazón se le salía del pecho, las patas le sudaban y hasta sintió un ligero mareo.

—Aunque nos lo pinten todo muy crudo, estoy segura que juntos la vida es mejor —respondió por fin—. ¡Y lo que digan los demás, me importa un pimiento! ¡Lo nuestro saldrá redondo! — y pestañeó una vez más como sólo ella sabía hacer.

Juntos y repletos de optimismo echaron a correr sin mirar atrás hasta que por fin llegaron al exterior. La luz les cegó momentáneamente los ojos pero pronto descubrieron el agradable calor del sol y el aire fresco que les llenó aún más de valor y energía. Finalmente se habían decidido a hacer algo completamente nuevo para alcanzar algo que nunca habían tenido: la libertad de ser ellos mismos. Ahora, dos años después y disfrutando de un mini hormiguero  que construyeron ellos mismos (y que decoraron con exquisito gusto todo hay que decirlo), siguen  sonriendo pensando en todos los obstáculos sorteados. Una vez estuvieron a punto de ser aspirados por el hocico húmedo y descarado de un cachorro de perro maltés. En otra ocasión casi se despiden de este mundo debajo del pie de un bebé que comenzaba a caminar. Tuvieron suerte pues las pisadas del chaval no eran en absoluto firmes. Aún se ríen ahora del primer aguacero que les tocó vivir. Las gotas caían como cañones de artillería y  les pilló completamente de improvisto. Tras el susto inicial lograron refugiarse esa y tantas otras veces, para descubrir que al final de la tormenta siempre sale el arcoíris; solo es cuestión de que pase el chaparrón para ver las cosas de otro color.

Ahora tienen un bebé. Se llama Wonderful. Sus orgullosos padres no paran de repetirle que lo único imposible es aquello que no intentas. Están seguros que Wonderful podrá con todo lo que se proponga y que un día le tratarán de señor y que será mundialmente conocido. Señor Wonderful. Mr.Wonderful.

lonuestroesdeotroplaneta
http://mrwonderfulshop.bigcartel.com/product/taza-lo-nuestro-es-de-otro-planeta

* Dedicado a @mrwonderful_  por sus recién estrenados dos añitos! para que nos sigan ilusionando muchos años más.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Con la A de Amapola

amapola


Le llamaban amapola por la delicadeza de su esencia. Era una muchacha menuda y callada que avanzaba por la vida dejando un halo de enigmática serenidad. Al igual que la flor no precisaba de grandes atenciones para destacar sobre el resto de féminas como un manto rojo sobre un campo de trigo seco. Su pelo corto y rojizo brillaba bajo la luz del sol y enmarcaba un rostro en extremo dulce y un tanto perturbador. Sus ojos marrones parecían mimetizarse con lo rayos solares adquiriendo un ligero tono amarillento y sus labios, siempre pintados de carmín intenso, dibujaban una tímida sonrisa que encandilaba al más sereno. Adolfo no era distinto al resto de los mortales y pronto sucumbió ante aquella hipnótica mujer a la que  no solo llamaban así por el color de su pelo. ¿Se imaginan ustedes que otra cosa podrían tener en común esa criatura y la mencionada flor? Ni más ni menos que unas curiosas propiedades sedantes y analgésicas. Aquello que ya griegos y romanos supieron descifrar y destinar para diversos fines lúdicos y médicos estaba a punto de vivirlo Adolfo en sus propias carnes. Corría el rumor de que un encuentro con nuestra peculiar protagonista era capaz de transmitir tal paz y tranquilidad que podía hacer desaparecer de la cabeza del más infiel cualquier atisbo de remordimiento y culpabilidad. Y así suspiraba Adolfo cada día por besar esos labios que le traían loco y por yacer con ese ser tan delicado que lo tenia completamente ensimismado. ¿Cómo seria besar a una amapola? Mil veces trató de imaginar ese momento y mi veces acabó desistiendo. Paseó por inmensos campos de amapolas y deslizó sus dedos por sus finos pétalos tratando de imaginar el roce de su delicada piel. Un buen día no pudo soportar más su desasosiego, y mintiendo a su mujer e hijos, salió desesperado a su encuentro. La localizó en el camino de tierra que iba desde la estación del tren hasta la plaza central. Ella lo miró fijamente a los ojos y él sintió una ligera punzada en su corazón, como un pequeño aguijón cargado de dulces opiáceos. No hicieron falta las palabras para que Adolfo se sintiera correspondido. Amapola lo estrechó entre sus brazos y él inhaló el magnético aroma de su pelo. La deseaba más que nunca pero una inusual calma se había apoderado de Adolfo. Se sentía capacitado para saborear ese momento sin prisas  y con absoluta concentración. Desaparecieron de su lado calles, casas, ruidos y personas. Solo ellos y el viento bajo un inmenso azul primaveral y los rayos del sol. Acercó su cara a esos labios encarnados que tanto había deseado y ambos se fundieron en un beso de amapola, dulce, salvaje, húmedo y apasionado. Perdió la noción del tiempo recorriendo cada uno de los centímetros de su piel y poco a poco sus músculos se destensaron, sus facciones se relajaron y se dejó envolver por un enorme pétalo aterciopelado que lo sumió en un sueño de lo más mágico y reparador.

Permanecía dormido en mitad del campo. Le despertó un ligero cosquilleo en la cara. Una tímida amapola agitada por el viento le rozaba la piel una y otra vez. Ni el propio Adolfo era capaz de recordar qué había pasado. Hacía tiempo que no se sentía tan descansado. Varios fueron los vecinos que lo vieron salir del campo al amanecer y pasó así a engrosar la leyenda de la mujer amapola que, a esas horas de la mañana, se desperezaba en su cama dispuesta un día más a brillar bajo la luz del sol.

Las amapolas no besan pensarán ustedes. Eso es porque nunca han acariciado sus pétalos en una mañana de mayo…


*Dedicado a Sue. ¡Gracias por tu palabra!