domingo, 9 de diciembre de 2012

Con la A de Amapola

amapola


Le llamaban amapola por la delicadeza de su esencia. Era una muchacha menuda y callada que avanzaba por la vida dejando un halo de enigmática serenidad. Al igual que la flor no precisaba de grandes atenciones para destacar sobre el resto de féminas como un manto rojo sobre un campo de trigo seco. Su pelo corto y rojizo brillaba bajo la luz del sol y enmarcaba un rostro en extremo dulce y un tanto perturbador. Sus ojos marrones parecían mimetizarse con lo rayos solares adquiriendo un ligero tono amarillento y sus labios, siempre pintados de carmín intenso, dibujaban una tímida sonrisa que encandilaba al más sereno. Adolfo no era distinto al resto de los mortales y pronto sucumbió ante aquella hipnótica mujer a la que  no solo llamaban así por el color de su pelo. ¿Se imaginan ustedes que otra cosa podrían tener en común esa criatura y la mencionada flor? Ni más ni menos que unas curiosas propiedades sedantes y analgésicas. Aquello que ya griegos y romanos supieron descifrar y destinar para diversos fines lúdicos y médicos estaba a punto de vivirlo Adolfo en sus propias carnes. Corría el rumor de que un encuentro con nuestra peculiar protagonista era capaz de transmitir tal paz y tranquilidad que podía hacer desaparecer de la cabeza del más infiel cualquier atisbo de remordimiento y culpabilidad. Y así suspiraba Adolfo cada día por besar esos labios que le traían loco y por yacer con ese ser tan delicado que lo tenia completamente ensimismado. ¿Cómo seria besar a una amapola? Mil veces trató de imaginar ese momento y mi veces acabó desistiendo. Paseó por inmensos campos de amapolas y deslizó sus dedos por sus finos pétalos tratando de imaginar el roce de su delicada piel. Un buen día no pudo soportar más su desasosiego, y mintiendo a su mujer e hijos, salió desesperado a su encuentro. La localizó en el camino de tierra que iba desde la estación del tren hasta la plaza central. Ella lo miró fijamente a los ojos y él sintió una ligera punzada en su corazón, como un pequeño aguijón cargado de dulces opiáceos. No hicieron falta las palabras para que Adolfo se sintiera correspondido. Amapola lo estrechó entre sus brazos y él inhaló el magnético aroma de su pelo. La deseaba más que nunca pero una inusual calma se había apoderado de Adolfo. Se sentía capacitado para saborear ese momento sin prisas  y con absoluta concentración. Desaparecieron de su lado calles, casas, ruidos y personas. Solo ellos y el viento bajo un inmenso azul primaveral y los rayos del sol. Acercó su cara a esos labios encarnados que tanto había deseado y ambos se fundieron en un beso de amapola, dulce, salvaje, húmedo y apasionado. Perdió la noción del tiempo recorriendo cada uno de los centímetros de su piel y poco a poco sus músculos se destensaron, sus facciones se relajaron y se dejó envolver por un enorme pétalo aterciopelado que lo sumió en un sueño de lo más mágico y reparador.

Permanecía dormido en mitad del campo. Le despertó un ligero cosquilleo en la cara. Una tímida amapola agitada por el viento le rozaba la piel una y otra vez. Ni el propio Adolfo era capaz de recordar qué había pasado. Hacía tiempo que no se sentía tan descansado. Varios fueron los vecinos que lo vieron salir del campo al amanecer y pasó así a engrosar la leyenda de la mujer amapola que, a esas horas de la mañana, se desperezaba en su cama dispuesta un día más a brillar bajo la luz del sol.

Las amapolas no besan pensarán ustedes. Eso es porque nunca han acariciado sus pétalos en una mañana de mayo…


*Dedicado a Sue. ¡Gracias por tu palabra!

domingo, 18 de noviembre de 2012

Con la P de Plata



melena color plata
Su larga melena color plata, inusual en una mujer de su edad, lucía espléndida y repleta de la misma vitalidad que la llenaba por dentro. Le gustaba llevar el pelo suelto. ¡Los moños eran de vieja! No entendía cómo las jóvenes de hoy en día se empeñaban en recogerse la melena de mil y una maneras pudiendo lucir ese rasgo tan femenino. Habían sido tantos años de estricto ballet, de maillots apretados y cabello estirado, que ahora solo se sentía bien viviendo en general de manera holgada y libre. Se mesó el cabello deslizando sus largos y finos dedos. ¡Manos de bruja!, le decía su nieta, entre carcajadas, cada vez que la veía. Y ella se reía y se hacía la ofendida. Entonces le explicaba cuentos de brujas buenas donde esas manos fabricaban pócimas mágicas y la niña la escuchaba embelesada. Eran ciertamente unas manos huesudas y hasta cierto punto arrugadas, pero le resultaban entrañables y le recordaban con cariño a su madre y a su abuela, gran pianista esta última; ellas las habían lucido exactamente igual en aquella época donde las caras eran caras y no burlas de bisturí. Cogió su taza de café recién hecho y se dispuso a disfrutar una vez más de su lectura matutina. De repente la niebla bajó espesa desde las montañas y lo tiñó todo de un gris húmedo. 
niebla gris
Se puso su mantón de lana merina por los hombros y abrió el portalón de madera. Avanzó invisible entre la niebla, camuflada bajo su cabellera del mismo color. El aire gélido ni siquiera sonrojó sus mejillas. Se apresuró en recoger unas hierbas y troncos de madera antes de entrar de nuevo en la casona. Se sentó frente a la chimenea en una pequeña silla de madera que había pertenecido a su bisabuela y encendió el fuego. Los troncos comenzaron a gemir y ella colocó el puchero encima, dispuesta a elaborar un antiguo brebaje que requería de cierta paciencia y habilidad. María llegaría por la tarde y ella lo quería tener todo dispuesto para la llegada de su querida nieta. Dedicó una tierna sonrisa a Astrid, su vieja gata negra que se había enroscado en el sofá. Una vez más quedaría hipnotizada con el chisporrotear de los troncos.


*Esta palabra ha sido sugerida por Patxi. ¡Muchas Gracias!

sábado, 3 de noviembre de 2012

Con la C de Confitería

caramelos colores
Tras de mi la campanilla tintinea con el cierre de la puerta. Inmediatamente huelo esas maravillosas combinaciones de harina, huevo y azúcar que, una vez horneadas, lo inundan todo con su cálido y dulce aroma. Aspiro hondo mientras miles de coloridas bolas de caramelo me miran curiosas desde el recipiente de cristal que reposa en el mostrador de la entrada. Me llaman la atención tres bandejas verdes de cerámica dispuestas unas sobre otras en forma de árbol de Navidad. Me enseñan unas traviesas madalenas disfrazadas de nidos de pájaros, de flores imposibles y de tiernos animales. Tan esponjosas como apetitosas desprenden un envolvente olor a frutos rojos, nueces, piña colada y al chocolate más intenso. Detrás de ellas, al lado del horno, una cascada de miel cae sobre unos bollos recién hechos que, aún calientes, la absorben y se impregnan de su acaramelado sabor.
cupcakes
Trespometes

Corazones, estrellas, margaritas y tulipanes de azúcar se codean con las ostentosas vitrinas de pasteles de todos los sabores. Bizcochos de almendras con chocolate y leche de coco, deliciosas combinaciones de fresas y nata, pasteles de manzana con canela y suculentos roscones con fruta confitada imponen su autoridad y veteranía frente a nubes, cerezas, plátanos y moras de goma que se amontonan unos sobre otros formando una inmensa tarta de golosinas de cinco pisos que culmina con sendas piruletas de todos los colores.
Buñuelos de natas, crema, trufa y cabello de ángel se disputan los mejores puestos en el expositor refrigerado. Por encima de ellos sonríen las pequeñas mousses individuales que son verdaderas obras de arte a base de frutas tropicales, merengue, virutas de cacao y chocolate blanco. A su izquierda, una mesa de madera repleta de deliciosas y doradas roscas de hojaldre bañadas con yema que están pidiendo a gritos un baño en una buena taza de té o café.
Trespometes
Los bombones tienen un estante propio y no comparten su protagonismo con nadie. Envueltos por capas de vainilla, trufados con sabor a tofe, rellenos de jugoso albaricoque, con sabor a grosella negra o bañados con una mezcla  de café y el mejor wiski escocés. Esperan pacientes y en orden para poder llenar elaboradas cajas de cartón que les llevarán a hacer las delicias de los paladares más exigentes.
Tras de mi vuelve a sonar la campanilla mientras echo una última mirada a las bandejas de crujientes galletas en forma de abanico y a las pastas de té rellenas de delicadas mermeladas caseras. 


*Esta palabra ha sido sugerida por Patricia. ¡Muchas Gracias!

lunes, 15 de octubre de 2012

Con la L de Laberinto

laberinto
Hace ya bastante tiempo, yo habitaba en una pequeña aldea de montaña, a la que solo se podía acceder por una serpenteante carretera que ascendía durante más de diez kilómetros desde el núcleo urbano más cercano. Sus fundadores, gente brava y emprendedora, levantaron con sus propias manos once casas que, unidas a una más que destacable plaza central, recibieron el nombre de Aldeanueva del Alto Estrecho, en honor al angosto pero increible paisaje que les acojía. Mi madre me parió allí y allí me crie durante aproximadamente siete años. Desde pequeño anduve merodeando por aquellas tierras con mis tres hermanos, viendo a los aldeanos ir y venir del campo y sufriendo grandes apuros durante el crudo invierno que allí azotaba. No conocí otro cobijo que el pajar en el que nos acurrucábamos en busca de calor y donde nos alimentábamos con los manjares que algún bendito vecino nos dejaba en la puerta. Desconozco quien fue mi padre pero no debió ser éste un mal ejemplar puesto que siempre me han tildado de ser listo y hermoso como mi progenitor. Los años pasaron por aquellos verdes y espesos parajes y la aldea comenzó a menguar de manera alarmante. Me explicó mi madre que la falta de recursos y las pocas posibilidades de trabajo habían hecho que, uno a uno, los habitantes más jóvenes del lugar fueran desfilando hacia pueblos y ciudades cercanas. Nosotros permanecimos allí, fieles a nuestras raíces, al igual que los más ancianos, aquellos que casi se habían mimetizado con el lugar. Pero el carácter de nuestra gente se fue agriando ante la impotencia de ver como su adorada aldea se convertía en un difuso reflejo de lo que fue. Un buen día, recuerdo estar yo en la entrada del pueblo, husmeando entre los arbustos y siguiendo la pista de algún jabalí cuando lo vi llegar. Era un hombre alto y delgado que cargaba una inmensa mochila a sus espaldas. Su rostro enrojecido y sudado por el esfuerzo de la subida, albergaba unos inmensos ojos que, atónitos, observaban incrédulo la belleza del lugar. Paró justo a mi lado y me acarició la cabeza mientras me ofrecía un trozo de galleta. Me cayó bien aquel hombre y decidí seguirlo hasta la plaza del pueblo donde se encontró con don Jaime, el alcalde. Éste le convidó a unos tragos de vino en su casa y hablaron largo y tendido sobre los orígenes y la hermosura del lugar. Lo sé porque permanecí en la puerta escuchando, escondido tras las cortinas. En mi defensa debo alegar que poca cosa más se podía hacer por aquel entonces para distraerse. El forastero se instaló en casa de don Jaime, dispuesto a disfrutar unos días de todo aquello. Pasaron juntos muchas horas, bebieron muchos vasos de vino y, al cabo de cinco días, el alcalde aseguró, junto a la fuente de la plaza, que la vida en la aldea iba a cambiar de forma fortuita. En los días venideros fueron muchos los mozos que subieron, alentados por la mano de obra que allí se precisaba. Rápido se pusieron a trabajar a las órdenes del forastero, el señor Bartolomé que resultó ser un arquitecto de renombre y una eminencia en el campo de las matemáticas. Pasaron jornadas sudando bajo el sol de verano, azotados por las lluvias otoñales y sufriendo las ventiscas del crudo invierno. Bartolomé dibujaba planos, hacía números y daba órdenes al resto, que contagiados por su energía, se limitaban a obedecer. Yo me sentaba a diario en la entrada de aquel extraño lugar que se habían empeñado en construir y los veía cavar la tierra, plantar arbustos y levantar muros de piedra. Al mediodía, me acercaba a ellos y, con suerte, me llevaba algún trozo de bocadillo al estómago. Pero nunca me dejaron entrar al recinto mientras estuvo éste en construcción. Finalmente llegó el día de la gran inauguración. La noticia había corrido como la pólvora y una pequeña multitud se agolpó temprano, alrededor de aquel nuevo e insólito espacio. Los ojos expectantes de los lugareños se clavaban en don Jaime quien, ufano y luciendo sus mejores galas, cortó la cinta roja y dio por inaugurado el Laberinto de Aldeanueva del Alto Estrecho no sin antes advertir que les resultaría muy fácil entrar y muy difícil el poder salir. Estas palabras generaron aún mayor expectación entre el público, pues de todos es conocida esa fascinación humana por superar retos imposibles. Entre gritos y alborotos, grandes y pequeños, padres e hijos comenzaron a entrar como moscas en un tarro de miel. Yo me quedé en la puerta, esperando, dispuesto a observar las reacciones a su salida. Pero no observé absolutamente nada porque las horas se esfumaron, el sol dejó paso a la luna y yo permanecí solo mientras la noche caía sobre la aldea. A la mañana siguiente regresé temprano y del mismo modo procedí durante los siete días que estaban por venir. La fama de aquel laberinto imposible se extendió por varios kilómetros a la redonda, y los curiosos seguían llegando y adentrándose dispuestos a ser los primeros en conseguir la supuesta gran hazaña de volver a salir por el mismo lugar por el que acababan de entrar. Nunca entendí aquella rivalidad humana, esas ansias, aquel afán por superar cosas ridículas. Llegó el séptimo día y decidí entrar, en parte guiado por mi curiosidad y en parte en busca de aquellas manos que siempre antes nos habían procurado algún que otro alimento. Comencé a recorrer el entramado de calles dispuestas durante todo un año por los mozos que estuvieron a las órdenes del señor Bartolomé y en más de una ocasión acabé dándome de bruces contra setos y paredes que emergían en mitad del camino sin ningún sentido aparente. Desde mi canino punto de vista, me pareció todo de lo más absurdo. Caminé largo rato. Finalmente, gracias a mis instintos más básicos y sobretodo a mi buen olfato, pude dar con lo que parecía ser una plaza central (como si no tuviéramos ya una plaza en el pueblo) donde encontré a todos los paisanos discutiendo entre si, tratando de recrear su propio poblado dentro de aquella inmensa encrucijada. Parecían haber abandonado la posibilidad de salir y ahora centraban toda su energía en levantar de nuevo un gran lugar en el que vivir. Ladré y me hice ver; intenté que me siguieran con todas mis fuerzas pero ni uno solo de ellos hizo caso a un pobre perro ignorante y sin collar. Ni siquiera don Bartolome quien, contento como el primer dia que le vi, estaba ya enfrascado en dirigir las nuevas obras. Con relativa facilidad y mucha paciencia di de nuevo con la salida y rápidamente me acerqué a nuestro pajar en busca de mi familia. Y así fue como dejamos atrás la aldea más pequeña que albergó el laberinto más grande jamas contruido, lleno de humanos perdidos en su propia locura; habían olvidado de donde procedían y eso ya no era algo que les importara en demasía.

domingo, 7 de octubre de 2012

Con la S de Silencio

silencio

Doña Mercedes agarraba la mano de su nieta fuertemente antes de cruzar cualquier calle. Estaba acostumbrada a ver a los chiquillos correr alegremente, arriba y abajo, por las tranquilas calles y plazas de su pueblo natal, pero allí, en la gran cuidad, entre automóviles que no respetaban nada, extraños transeúntes, el ruido de cláxones furiosos y enormes máquinas que taladraban el suelo sin cesar, se le antojaba un peligro y casi un pecado dejar suelta a una criatura inocente como lo era su nieta Inés. Ésta se dejaba hacer y en cada parada, mientras el semáforo permanecía en color rojo, se dedicaba a observar concienzudamente cada una de las venas que sobresalían de la huesuda mano de su abuela. ¡Manos de bruja!, le decía entonces entre carcajadas, y doña Mercedes se reía y se hacía la ofendida. Eran ciertamente unas manos escuálidas y hasta cierto punto arrugadas, pero le resultaban entrañables y le recordaban con cariño a su madre y a su abuela, gran pianista esta última; ellas las habían lucido exactamente igual en aquella época donde las caras eran caras y no burlas de bisturí. Aquel día se dirigían hacia el colmado para comprar harina y media docena de huevos con los que preparar una suculenta tarta, que haría, una vez más, las delicias de Inés. Avanzaron juntas un par de calles, sin hablar, porque doña Mercedes quería permanecer atenta a todos los peligros que pudieran acecharlas. Le parecía absolutamente inverosímil que a la gente le gustara vivir rodeada de todo aquel bullicio y griterío. De repente, Inés se sintió atraída por un pequeño cachorro de perro dálmata que le miraba desde el otro lado de la calle.
cachorro dalmata
Tenía una gran mancha negra que le cubría la mitad izquierda de su cabeza, mientras que en la otra mitad, resaltaba un redondo ojo negro sobre el pelaje blanco. Sin pensárselo dos veces, arrancó a correr hacia el dulce perrito, ajena a peligros y al susto que su abuela pudiera padecer. Tuvo suerte la inocente criatura pues no pasó ningún coche en aquel momento, mas no así su abnegada y precavida abuela, cuyo corazón no pudo soportar tamaño susto. Mientras Inés jugaba con el animal y se dejaba lamer, la escena se teñía de la más amarga de las tragedias y, en absoluto silencio, ella se desvanecía en la acera, víctima de un infarto.


*Esta palabra ha sido sugerida por @Tanitart. ¡Muchas gracias!
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jueves, 6 de septiembre de 2012

Con la A de Aroma


Aquellos pequeños ojos, oscuros y perfectamente redondos, me miraban con absoluta devoción. Yo me sentía importante y me dejaba tocar sin rechistar. Sus manos, suaves y aterciopeladas, me masajeaban sin descanso. Ella se había encaramado a un tronco de madera, pulido y barnizado, que hacía las veces de taburete. Tal era el entusiasmo de la pequeña criatura, que permití que ésta me untara con un líquido pegajoso que, me aseguró, iba a dejarme un tono mucho más dorado y brillante. No me importó que me pusiera unos cuernos bien grandes. Los cuernos era con diferencia lo que más le gustaba a Enma. Supe que se acercaba el momento de la sauna. Ella abrió la puerta y el calor comenzó a escapar y a llenar la habitación de una sensación muy agradable. Yo esperaba pacientemente. Desde mi posición veía la campiña por la ventana. Acababa de llover y un tímido arco iris caía del cielo y se apoyaba al fondo, encima de las últimas amapolas de la temporada. Enma me acompañó hasta el pequeño habitáculo, me acomodó dentro y cerró la puerta. Yo observaba su carita a través de la puerta acristalada. Su expectación era máxima. Arrastró una silla desde la mesa de la cocina y se sentó frente a mí a esperar. Sus piececitos no llegaban al suelo y se balanceaban nerviosos hacia delante y hacia atrás. Casi no pestañeaba.

-Enma no hace falta que estés ahí sentada-, dijo su madre mientras limpiaba todo lo que ella había esparcido para la ocasión. –Ya te avisaré yo cuando esté listo-.

-¡No! Aquí estoy bien. ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!-, gritó con su cantarina voz infantil.

Decidí hacer su espera más llevadera y lo impregné todo con mi irresistible aroma a croissant recién hecho.

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jueves, 30 de agosto de 2012

Con la N de Nostalgia (final Discordia)


Había escuchado su voz enlatada en el contestador unas quince veces desde que su amigo perdiera la vida en el hospital, en medio de una de las tormentas de nieve más fuertes de ese invierno. Él respiraba y por lo tanto vivía, pero se sentía como una pieza desencajada en medio de un engranaje de alta precisión. Recordó aquel cuerpo frío e inmóvil, el de un amigo ya sin vida. Hubiera deseado llorar con él y no por él; no por el inmenso vacío que les había dejado como legado; no por la sensación de pérdida que avanzaba como un vertido de alquitrán y que ya manchaba el 95% de su corazón. El 5% restante se ocupaba en seguir latiendo. Abrió su trozo de armario. En eso siempre habían sido muy equitativos. Luego abrió la parte que le correspondía a ella. Deslizó los dedos por sus vestidos, olió sus camisetas. Se sentó en el borde de la cama y lloró solo. Amargamente.

El cuento había cambiado. Se había reinventado en su propio papel. Ahora caperucita no temía al lobo. Se había despojado de su capa y una noche más se divertía, bailaba y se dejaba querer. No estaba acostumbrada a beber. Solo hacía una excepción con la cerveza artesanal que fabricaba su suegro en casa, entre ollas, termómetros y recipientes para fermentar. Tras la tercera copa, cayó de bruces en mitad de la pista de baile. Un foco lila, rojo, azul, blanco... la iluminaba de forma intermitente. Se llevó las manos a la cara. Le dolía la cabeza. Se arrastró hasta un sofá algo apartado y permaneció sentada en el suelo, con la cabeza apoyada sobre el tapiz agrietado del asiento. Entre luces, voces apagadas y la vibración de los altavoces se quedó dormida.
Quizás era momento de empaquetar sus cosas. La situación no parecía que fuese a revertir. Le pesaba no poderse disculpar, hablar con ella. ¡Cuatro años no se podían haber esfumado con los gritos que lanzaron al viento!  Casi había pasado una semana. Solo una semana pero toda una semana en la que no había tenido noticias de ella. El tiempo era relativo pero en su caso el peso de la impotencia aumentaba cada día unas cuantas toneladas más. Quería berrear que la amaba. Que la necesitaba. Que aquello no tenía sentido sin ella. Quizás era momento de enfriar la mente.
Se despertó en la habitación del motel. No recordaba cómo había llegado pero supo que no quería despertarse allí ni un día más. Había dejado de llover y un tímido color azul parecía querer tintar el cielo. Puso el hervidor en marcha y se preparó una infusión de sobre. El líquido caliente le reconfortó. Sintió una profunda nostalgia.  Miró el teléfono que permanecía en la mesita junto a la cama. El paso del tiempo lo había dotado de un color amarillento nada favorecedor. Todo allí era frío y decadente. Dejó el motel con una idea muy clara y se dirigió a la estación de autobuses.
Era ya de noche. Estaba sentado frente al ordenador cuando escuchó la llave en la puerta.

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lunes, 27 de agosto de 2012

Con la A de Accidente (4ª parte Discordia)


 
Una bolsa enorme de adrenalina explotó dentro de él al ver el símbolo del sobre en la pantalla. De repente tenía la sensación de haber dormido tres horas más y de haber tomado cinco cervezas menos. Casi con miedo apretó la tecla central de su Nokia 3510, una pequeña joya que había conseguido conservar desde hacía más de diez años. A pesar de la nuevas tecnologías y del bombardeo mediático, él se había mantenido fiel a un pequeño y simple aparato, sin embargo no conservaba a quien más había querido. El mensaje era de su hermano. El mejor amigo de ambos había sufrido un accidente. Estaba muy grave. Más mierda. Cogió su chaqueta y corrió escaleras abajo. El siguiente mensaje quedó sin leer, dentro de una antigua joya, depositada en el bolsillo de sus tejanos.

Se despertó casi a mediodía. No sabía en qué momento pero se había quedado profundamente dormida. Soñó con gatos que peleaban y arañaban corazones. Caían éstos rotos en mil pedazos, en forma de lluvia. Ella trataba de alcanzar todas las piezas pero le resultaba imposible ya que se deshacían en contacto con el suelo. Se incorporó en la cama y buscó a tientas el  móvil debajo de la almohada. No había respuesta. Chequeó la bandeja de salida con la esperanza de encontrar algún error en el envío. Pero todo era correcto. El teléfono había cumplido su misión. Eran ellos los que no funcionaban o, mejor dicho, los que habían dejado de funcionar de la noche a la mañana, como un mal juguete chino. Y estos juguetes rara vez tenían reparación.

Llegó al hospital en veinte minutos. El aire flotaba espeso y cargado de tragedia. Se abrazó con la novia de su amigo accidentado. Estaba destrozada y se agarró a él fuertemente. Entre sus sollozos recogió la inmensa pena, la rabia y la desdicha que estaba sufriendo. El último parte no era positivo. Permanecía en coma con respiración asistida. Sintió como su corazón ya agrietado se rompía un poco más. Pensó en ella, en donde estaría y deseó tenerla cerca, protegerla, oler su cuello, ver sus labios siempre pintados de rojo, escapar juntos de todo aquel desastre. No importaba la dirección; necesitaban un lugar donde pudieran soldar tantos pedazos rotos, donde poder esconderse para  que nada ni nadie les arrebatara esa unión. Se secó las lágrimas de los ojos y se puso la bata verde. Podían entrar a verlo cinco minutos.

Se estaba ahogando en su propia melancolía. Era pegajosa y asfixiante. Abrió la ventana. Quiso tirar su Blackberry y verla reventar en mil pedazos, para que algo más que su corazón estuviera roto. No lo hizo. Permaneció unos minutos bajo el agua helada de la ducha, hasta que la piel empezó a enrojecerse. Sintió cada una de las gotas y las absorbió como una planta olvidada tras unos días de verano. Buscó entre la poca ropa que había traído. Se vistió con uno tejanos azules y un jersey verde de cuello alto. Se puso su abrigo rojo y agarró la bolsa aún sin deshacer. Pasaría unos días fuera de la ciudad, lejos de todo. Lejos de ese absurdo teléfono.

Salió abatido pero decidido a solucionarlo todo. Al menos a intentarlo. Pulsó lo números en su Nokia. Con decisión.

El teléfono vibró seis veces en la mesita de noche. Después saltó el contestador.

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viernes, 24 de agosto de 2012

Con la A de Aullido (3ª parte Discordia)


Habían pasado ya tres agónicos días en los que el cielo parecía más gris, las noches más oscuras, la música más triste y las personas más lejanas. Tras la caída, permanecía rota dentro de un gran agujero negro y todavía nadie había podido siquiera agarrarle la mano. El agua repiqueteaba en el cristal. No dejaba de llover desde la fatal disputa pero ella se sentía más seca y menos viva que nun ca. Miraba impasible por la ventana, incapaz de moverse. Su madre asomó la cabeza por la puerta de su antigua habitación.

Ocho cervezas vacías llenaban la mesa. El camarero depositó dos más, recién abiertas, mientras recogía los botellines ya apurados. Llevaba tres días con la misma dinámica y no sabía cuantos más podría seguir ocultándose su propia verdad. Palmadas en la espalda, comentarios grotescos, risas alcoholizadas, planes alocados... él se dejaba acompañar por amigos y compañeros hasta llegar a un nivel de semiinconsciencia que le permitía soportar toda aquella mierda. Una mierda llena de vacíos, de imágenes, de gritos y de almas rotas. Sintió la necesidad de lanzar un aullido, de señalar su propio territorio, de atraer a su hembra, de ahuyentar sus miedos. Ya en sueños, gruñó de forma desesperada.
 
 

Una pelea de gatos la despertó en plena noche. Se imaginó a los felinos enzarzados como ellos tres días atrás... Ya no deseaba más alaridos. Necesitaba ronronear cálida y apaciblemente en su casa, en su sofá, en su regazo... La pantalla del móvil permanecía oscura. Su propio orgullo le impedía dar el primer paso. Anhelaba que él lo hiciera aunque su parte más racional, la del cuento truncado, no depositaba en ello demasiadas esperanzas. En un arrebato cogió el teléfono y al cabo de unos minutos lo escondió debajo de la almohada, con una mezcla de vergüenza y esperanza. No sabía si estaba preparada para afrontar cara a cara la respuesta del aparato.

Se despertó con la lengua hinchada, la piel reseca y un más que incómodo martilleo en ambas sienes. Se estaba empezando a acostumbrar a ese malestar. Afuera continuaba lloviendo. Dentro continuaba todo lo demás. Se arrastró hasta la cocina y se preparó un café extra largo, bien cargado, como los que ella le solía preparar. Buscó el móvil con la vista, como quien busca un punto de luz al final de un largo túnel. Lo recogió del suelo donde lo habría lanzado al llegar, junto con los otros restos de la noche anterior. Tenía un mensaje por leer.

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miércoles, 22 de agosto de 2012

Con la C de Caperucita (2ª parte Discordia)


Avanzó por la calle. Se resistía con todas sus fuerzas a girar la cabeza y mirar hacia arriba. Sentía como los ojos de él se clavaban en su espalda. Llegó hasta la estación de metro. Hasta el punto cero de su relación. Allí se conocieron y, a ochocientos metros, decidieron vivir juntos cuatro meses después, en un impulso emocional y romántico, casi de guión de película. Ahora el cuento de papel se había quemado y ella parecía andar entre sus cenizas. Sintió frío. Sacó su bufanda, también roja, y se la envolvió alrededor del cuello, cubriéndose en parte el pelo con ella.

Se sintió tentado a salir corriendo. A atraparla en mitad de la calle para no dejarla escapar. Imaginar su sonrisa, siempre sincera y reconfortante, y pensar en una posible reconciliación le tranquilizó al instante, le dio fuerzas. Al ir a salir por la puerta vio la foto en  el suelo; antigua felicidad rodeada de cristales rotos. Lágrimas, gritos, odio y destrozos volvieron a su cabeza. Un puzzle de discordia donde finalmente todo había encajado. Se quedó inmóvil de nuevo  y encendió otro cigarrillo.

Bajó el primer escalón. Indecisa. Todo aquello tenía que ser por fuerza una pesadilla. Por un lado deseaba coger el primer tren y desaparecer de la historia. Ser una espectadora ocasional. Por otro lado deseaba que su mano la agarrara por el hombro y que él la envolviera entre sus fornidos brazos. ¿Podría olvidar todo lo que se habían dicho? Seguía nevando. Finalmente miró hacia su balcón. Él no estaba. Los transeúntes observaban curiosos a aquella chica empapada, de abrigo rojo que, bajo un manto de nieve, lloraba agarrada a una bolsa de viaje. Una caperucita moderna con final infeliz.



Rescató la foto y la dejó encima de la barra de la cocina. Sonreían. Era verano. Su primer verano juntos. Habían dibujado un corazón de arena entre los dos. Ahora el corazón se le antojaba un reloj que había dejado escapar su contenido, indicando el fin de una unión. Giró la foto, como si el reloj pudiera volver a contar desde la otra posición. ¿Sería igual de fácil rescatarla a ella de entre tanto cristal roto?

Cogió el siguiente metro

Se guardó la foto.


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domingo, 19 de agosto de 2012

Con la D de Discordia


Cerró la puerta de golpe. Enojada. Rabiosa. El corazón le latía muy por encima de lo normal y de lo considerado clínicamente aceptable para sobrevivir unos cuantos años más. Se llevó las manos a la cara, en un intento de cegar la realidad. Pero ésta permanecía allí. Justo detrás de esa puerta que ahora aguantaba el peso de su pequeño y tembloroso cuerpo.

Él se quedó un momento de pie, tratando de asimilar todo lo que había ocurrido en ese apartamento que ambos habían alquilado cuatro años y medio atrás. Cogió el tabaco del bolsillo de la chaqueta mientras volvía a encontrarse con el silencio después de aquel sonoro portazo. Buscó el mechero y encendió un cigarrillo. Dio una larga calada. Dejó salir el humo lentamente por su boca, capaz ésta de lanzar los improperios más inverosímiles según acaba de comprobar. ¿Cómo habían llegado a ese infierno?

Las lágrimas resbalaban decididas por su cara y caían sobre el suelo frío del rellano, formando un pequeño charco de desavenencias y desilusión. Seguía agarrada al pomo metálico, incapaz de asimilar tanta diferencia enquistada por los años. Nunca antes había visto esa rabia en sus ojos, unos ojos marrón avellana, grandes y redondos, que le habían hecho suspirar en más de una ocasión.

Salió al exterior. Necesitaba aire. Necesitaba espacio. No sabía lo que realmente necesitaba. Recorrió el balcón varias veces, arriba y abajo, como enjaulado, desorientado en esos ocho metros cuadrados. Finalmente apoyó sus manos en la barandilla metálica. Sintió el helor del metal y los primeros copos de nieve se fueron depositando sobre su piel aún tostada por ese último viaje; una última carta que habían querido jugar, pero que ya presagiaba esa desunión. Miró su muñeca, que aun conservaba la pulsera verde del 'todo incluido'. Todo no había sido suficiente.

La bolsa permanecía a sus pies. La cremallera, mal cerrada por las prisas y el descontrol, dejaba entrever parte de una vida ahora dividida. ¿En qué lugar quedaban ellos entre tanto reproche? Se habían atizado como nunca. Verbalmente. Como si hubieran dejado salir una habilidad innata pero desconocida, capaz de herir de una forma brutal y casi deshumanizada. Dudó si llevarse o no todo aquel lastre con ella.

Se sentía cansado y mareado. Nevaba ya con intensidad cuando la vio pasar. Reconoció su abrigo rojo de franela y ese pelo caoba en el que tantas veces se había zambullido. Le sobrevino el aroma que solía desprender y sintió como un escalofrío le recorría la espalda. Trató de tocar su melena con la mano, en la distancia, mientras ella desaparecía para siempre entre la nieve y el vapor que salía de las alcantarillas. Tras de si, dejó un halo de infelicidad que le invadió las entrañas.
ContinuaCon la C de Caperucita


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jueves, 2 de agosto de 2012

Con la V de Verano


Calor. Tomar el sol. Echarse una siesta entre sombrillas. Ensaladas, gazpachos y tortillas. Grillos y cigarras. Beber cerveza y darse duchas heladas. Cremas solares. Bañadores. Pescadito frito y ruido de ventiladores. Devorar libros en hamacas. Tomar el aperitivo en chanclas. Boquerones en vinagre. Mercadillos ambulantes. Uñas multicolores junto a puestos de melones. Levantarse tarde. Copas de vino. Chapuzones en el río. Atardeceres de girasoles. Camareros sirviendo platos de mejillones. Gafas de sol, gorras, bikinis y mini pantalones. Top less. Sombreros de paja. El suelo lleno de pinaza. Partidos de palas. Sardinas a la brasa. Piscinas con trampolines. Coco y jarras de limonada. El pelo mojado. Pijos en catamaranes. Sofritos de paella y platos de calamares. No tener prisa por acostarse. Sexo con extranjeros. Amores pasajeros. Fiestas populares, horchatas y granizados. Viajantes enamorados. Verbenas con  farolillos. Repelentes y velas antimosquitos. Tormentas de verano. Excursiones en barca.  Olas que te estallan en la cara. Cantimploras, hormigas, helados. Quinceañeros hormonados. Moscas. Cubos y palas. Pequeñas barcas amarradas. Chiringuitos con terraza. Sangría. Gajos de sandia. Nudistas satisfechos y aprendices de exhibicionista. Berberechos. Piscinas naturales. Niños surfeando sobre colchonetas hinchables. Noches calurosas llenas de picadas rabiosas. Campings con banderolas. Cámaras de fotos. Barbacoas con latas de coca cola. Ventanas abiertas que reciben música de orquesta. Paseos en bicicleta. Poner la toalla en una playa repleta. Cucuruchos y leche merengada. Viajar en auto caravana.  Las olas del mar. Arena en las manos. Puestas de sol. El tinto. De verano.


jueves, 19 de julio de 2012

Con la S de Saboteadores




No estamos solos. Y no estoy hablando de objetos voladores ni de personajes con dedos larguiruchos. Me refiero a otra casta. Seres despreciables, desafiantes y bastante noctámbulos. Unos parásitos tan inoportunos  como poco deseados. Los SABOTEADORES. Dicho así, hasta parece cómico. Podría tratarse de una serie de dibujos animados donde unos ratones con gabardina tratan de hacer la vida imposible a unos simpáticos felinos. Pero resulta que los gatitos duermen plácidamente en sus cestas mientras estos especimenes nos escogen al azar y se instalan en nuestras casas, en nuestros coches y, sobre todo ¡en nuestras camas! ¿Perdón? ¿He dado yo permiso para que nadie se meta en mi cama? Pues ahí están, chupando nuestra energía cual parásitos y taladrando a sus anchas con cualquiera de sus frases preferidas. ¡Hasta se han hecho varios grupos en Facebook!: 'Yo también se que NO PODRÁS', 'Eres guapa, si, pero de cara a la pared', 'Si dos más dos son cuatro, tu eres un cero a la izquierda' o 'Si no puedes diferenciar entre “A VER” y “HABER” mereces morir'. Hace una semana me envalentoné. Estaba demasiado habituada a escuchar y a dejarme manipular por mi saboteador particular. Pensé ¿por que no vernos? Uno frente al otro. Ponerle rostro de una vez. Parlamentar cara a cara. ¿Que digo parlamentar? Dejarle bien anclados los puntos sobre las íes. Al principio me puse muy nerviosa. Luego un poco más. ¿Como sería? ¿Qué le iba a decir? y lo más importante ¿qué me pondría para la cita? ¿Seductora a lo femme-fatale? ¿Debería llevar un látigo o una recortada? ¿Vestirme quizás como Lisbeth Salander para intimidar? Sin tener aún claro el atuendo, me armé de valor. Le dejé una nota encima de la almohada. 'Si tienes lo que hay que tener, nos vemos hoy en la cocina. A las 10pm'. Y me fui a trabajar más hinchada que un pavo real.  Os resumo más o menos como transcurrió el día: 9am. Me muerdo las uñas. 9.40 am. Me arrepiento. 11.25 am. Pienso en un discurso convincente encerrada en el baño. 12.09pm. Me arrepiento. 13.14pm. Practico unas patadas de karate mientras me como un sandwich en el parque. 13.17pm Miro desafiante a un par de niñatos que no paran de reírse de mi. 17pm. Sigo pensando en el modelo que me voy a poner. 17.15pm. No lo tengo nada claro. 19.07pm Me acabo de comprar un nuevo vestido. Negro. Neutro pero elegante. Antes muerta que sencilla. 20.10pm. Me doy una ducha. 20.45pm. Ceno algo. Tengo un nudo en el estómago. 21.35pm. Practico contorsionismo mientras trato de subir yo sola la cremallera del vestido. 22pm. Abro la puerta de la cocina. Ahí está. Es un ¡PRP!

No me lo podía creer. ¡Se trataba de un Pepero Repeinado Prepotente! ¿Así que ese era mi saboteador? Ni siquiera era muy alto y tenía de seductor lo mismo que Rajoy en bañador y calcetines. Por no hablar de ese pelo engominado y de una sonrisa más falsa que el propio Judas. ¿Entonces? ¿Por que narices me había dejado yo engatusar por un ser así? La repuesta la obtuve al instante y duró una hora de reloj, la misma que él usó para monologar sobre cómo anular al prójimo y no tener remordimientos de conciencia. Aguanté estoicamente, aunque la paciencia nunca ha sido uno de mis grandes dones. Cuando no pude más, me levanté y, mirándole a los ojos, le dije lo más claro que pude que una tiene un aguante, pero que el día que me cabreo, me transformo en humo negro y ¡no respondo! Reconozco que en mi afán por mantener la calma y la cordura no logré controlar el volumen de decibelios que salieron por mi boca. Fuera por lo que fuese mi pequeño engominado quedó fuera  de juego durante unos segundos y allí estaba yo, preparada para aprovechar ese momento de debilidad. Mentalmente, y sin despeinarme, levité al más puro estilo Matrix. Le asesté dos buenas patadas allá donde más duele y rematé con un codazo en la clavícula. Luego me transformé en Jackie Chan, trepé por las paredes y, dando un mortal hacia atrás, caí sobre sus hombros para dejarlo completamente noqueado. A la práctica, le espeté que no quería volver a encontrármelo por ahí. Que no había sitio para los dos (y menos cuando ya soy humo acalorado) y que yo misma le ayudaría a encontrar otro lugar para vivir. Tal fue mi determinación que no hubo lugar para réplicas. Y así lo hice. Le encontré un ático pequeño pero acogedor. Sin demasiadas vistas. 'Ideal Saboteadores' ponía el anuncio. Hace una semana que se mudó y nada más he sabido de él. Pero no soy ilusa. Otro Saboteador/a puede llegar en cualquier momento.  Estoy preparada. Tengo el vestido, la técnica y el discurso pero sobre todo tengo muchas más cajas que almacenar en el altillo.

Me llaman Humo. 

domingo, 8 de julio de 2012

Con la B de Belloza


El otro día me dijeron que todos llevamos una bellota en nuestro interior. Una bellota única y dispuesta a convertirse en el mejor de los robles si sabemos cuidarla adecuadamente. Todos los recursos para hacerla crecer residen en nuestro interior, y en nuestras manos está el hacer el mejor uso de ellos. Que cada bellota es única y que en esa exclusividad reside nuestro especial e irresistible poder de seducción. Reconozco que me quedé un tanto perpleja ante esta revelación ¿Seducir con una bellota? El mero hecho de juntar estas dos palabras me descolocó. Una bellota no brilla, no reluce, ¡no atrae las miradas! ¿Cómo demonios iba a seducir con una bellota? Si me hubieran dicho que todos tenemos un magnífico cristal de Swarovski le hubiera encontrado más sentido. ¿Pero una bellota? ¿La misma que trae loca a la ardilla de Ice Age? Nunca me he considerado una persona especialmente seductora. Yo creo que no tengo bellota - dije. Para ser sinceros, lo primero que me pasó por la mente fue que yo debía tener una pipa pequeña y que por eso no la encontraba. Lo segundo que a mi me gusta mucho el color naranja, así que yo prefería tener una pipa de calabaza en lugar de una dura bellota marrón. Lo tercero fue que quizás estaba perdiendo el norte entre tanto fruto. Me insistieron una vez más. Yo tenía una preciosa bellota dentro de mí y que me podía pasar toda la vida tratando de cambiar bellota por pipa pero que eso no me llevaría más  que a una lucha sin fin y a un desgaste energético que me iba a privar de toda felicidad. ¡Eso si que no! Si mi felicidad pasa por regar a una bellota, yo la riego como la que más. Pensé entonces en mi pobre bellota maltratada y abandonada durante tantos años  y en cómo serían las bellotas de Claudia Schiffer, de Cindy Crawford o de la mismísima Sara Carbonero. Ellas debían haber cultivado un magnífico roble desde hacía mucho tiempo. Sin embargo yo seguía algo reticente. A Paris Hilton fijo que le dieron Swarovski en lugar de bellota al nacer. Eso, o había sido suficientemente inteligente como para cultivar el mejor de los robles y cambiarlo luego de estraperlo por joyas y mansiones. Pero si bellota y seducción no me habían encajado en un inicio, Paris Hilton e inteligencia no lo harán nunca. Así que me fui camino a casa pensando en mi pequeño y recién encontrado fruto ¡que no era un fruto cualquiera! Era el fruto capaz de volver loco al mejor de los cerdos ibéricos. Y me sentí bien, fuerte y hasta un poquito seductora. Después de buscar cómo cultivar un roble en Internet y de enterarme entre otras cosas que a los pobres no les gustan los veranos demasiados secos ni los ambientes donde haya poca humedad, le proporcioné agua y tierra en abundancia. Nos fuimos a descansar las dos. Dormimos plácidamente, en mi caso, mejor que nunca.

A la mañana siguiente me miré al espejo y vi una gran BELLOZA en mi interior.





jueves, 14 de junio de 2012

Con la L de Lengua de Trapo (final)

Al principio me indigné muchísimo, luego también. Pero, pasadas unas horas, pensé que el perro debía ser incompatible con la criatura y tampoco era cuestión de echarlo a la calle. Así que aprendí a sobrellevarlo. Además, desde nuestra nueva ubicación, teníamos una visión privilegiada para curiosear sobre todo lo que acontecía en la planta baja. Yo pasaba las horas espiando a las nuevas vecinas, en parte para matar el rato y en parte para no tener que ver la sonrisa simplona en el rostro de Boby. Entre ellas tampoco se llevaban bien. Eso saltaba a la vista. El bebé daba un poco de pena. Nunca decía nada y siempre estaba solo. La madre andaba más preocupada en cambiarse de ropa y probarse unos nuevos tacones que en prepararle el biberón. La chiquilla, por su parte, era un tanto estrambótica. Tenía el pelo de color azul y casi siempre lo llevaba recogido en dos coletas. Un vestido brillante, excesivamente corto para su edad, y unas botas que le llegaban hasta las rodillas de unas piernas de adolescente anoréxica. Andaba todo el día con los cascos puestos, ignorando todo y a todos. Pese a eso, María se esforzaba en hacerlas sentir bien y, tal y como acostumbraba a hacerlo conmigo, les preparaba deliciosas infusiones, se ofrecía para peinarlas y se las llevaba de paseo. A veces cogían el coche rosa pero a menudo no y, en esas ocasiones, yo me veía más que tentada de sentarme al volante y seguirlas disimuladamente para ver hasta donde llegaban y lo que hacían. Pero al final nunca me atreví. Sus salidas se fueron distanciando en el tiempo, así que yo también me olvidé de mis ansias detectivescas. María seguía saliendo, pero ellas se quedaban en casa haciendo prácticamente nada.

Cual fue mi sorpresa, cuando un día subieron madre, hijo y niñata para quedarse. ¡No me lo podía creer! Ahora sí que íbamos a estar apretados. Boby contento, como siempre, exhibiendo lengua y sonrisa; pero yo poco más podía disimular. Los únicos momentos soportables eran los que empleábamos en acudir a clase. Bajábamos juntos y Maria destinaba su tiempo libre a enseñarnos cosas muy diversas. En ocasiones era un poco estricta con los ejercicios, pero en general estábamos todos satisfechos con las lecciones. El espacio y los recursos eran limitados; nos sentábamos como podíamos entre el suelo y la cama, y ella nos instruía haciendo uso de una pizarra no demasiado grande que se sostenía sobre un caballete bicolor.

Pero también estos momentos se fueron perdiendo, María andaba cada vez más ocupada y ya no podía prestarnos tanta atención. Se aficionó a la música y colgó en las paredes fotos y más fotos de gente desconocida que tocaba guitarras y agarraba micrófonos. Por aquel entonces María se reunía con sus amigas en casa; ponían música y se pintaban creyendo ser cantantes y bailarinas. Danzaban hasta caer extenuadas y les parecía la cosa más excitante del mundo. Yo seguía observando desde las alturas, incapaz de comprender tal divertimento. Y aún lo entendí menos cuando en lugar de reunirse, simplemente se llamaban por teléfono y se pasaban horas y horas hablando y haciendo planes para ir a tal o cual concierto. Si eso era algo tan maravilloso, ¿por qué no se dignó nunca a llevarme a alguno?

Durante una de mis tediosas jornadas de chismeo y observación me pude percatar de cómo sacaban por la puerta la mesa azul en la que tantas tardes habíamos apoyado nuestras tazas de porcelana. Y recordé con nostalgia las risas, las sesiones de peluquería y la complicidad que existió entre ella y yo. Se llevaron también la cama, y el armario de María que más de una pesadilla le había ocasionado; algunas noches, hace ya mucho tiempo, lo miraba y me contaba historias de monstruos que habitaban dentro de él. Según ella, eran peludos, malvados y se alimentaban de niños en la oscuridad. Entonces me abrazaba fuerte y cerraba los ojos hasta que caía dormida mientras escuchaba canciones entonadas por su madre.

Fue esta misma mujer la que un buen día subió a nuestro piso. Se quedó de pie delante de nosotros y, mirándonos fijamente a los ojos vociferó:

-¡María! Tenemos que sacar los pósters de la pared y la estantería que tienes encima de la cama para poder pintar tu habitación. ¿Qué quieres hacer con lo que tienes en ella?

-¡No lo sé! ¿Qué hay?

-¿Por qué no vienes y lo ves tú misma? ¡Estoy aquí subida en la escalera!

-¡Ahora no mamá! Que estoy jugando a la Wii.

-Hay una Barbie canguro con bebé incluido, la muñeca pelirroja que te regalaron al nacer, un perro de peluche que ahora no recuerdo de donde salió y la Winx Musa de pelo azul.

-¡Tíralos!- gritó María desde el comedor.

-Y con el coche de la Barbie que tanto te gustaba ¿qué hacemos?

-¡Tíralo también!

Creo que fue entonces cuando se me paró mi olvidado corazón de trapo.


domingo, 10 de junio de 2012

Con la L de Lengua de Trapo (1ª parte)

A mi izquierda una madre con retoño. Escultural ella, pero una escultura claramente tallada a golpe de bisturí, y bastante normal el pequeño. Era un bebe callado eso sí. Incluso mudo. Podría asegurar que nunca le había oído gimotear. A mi derecha un perro agotador. No paraba de ladrar al más mínimo movimiento. Tenía una cara atontada y siempre iba con la lengua fuera. Si te fijabas bien, se podría decir que tenia un ojo más alto que el otro y su boca dibujaba una especie de sonrisa permanente que era una mezcla entre sonrisa estúpida y maléfica. Un poco más allá una muchacha que bien se debía creer ser princesa, pero de otra galaxia. ¿A quién se le podía ocurrir llevar unas vestimentas tan estridentes y, sobre todo, tan brillantes? Y así me veía obligada a amanecer cada mañana. Pero hubo tiempos mejores. Tiempos en los que no había bisturís y las madres no estaban siliconadas. Tiempos en los que las muchachas eran tiernas y soñaban con princesas inocentes, y no vestían esos trajes ajustados, ni llevaban el pelo de mil colores. Perros, lamentablemente, siempre han habido. Y digo lamentablemente porque por muy simples y rasposos que sean siempre han arrancado ‘ohs’ y ‘ahs’ y mil comentarios cariñosos de la gente. Pero en esa época a la que ahora hago referencia, no había perro alguno. Era yo la que atraía todas las miradas. Mi larga melena pelirroja, casi siempre recogida en sendas trenzas a lado y lado de la cabeza, y mis pecas que parecían estratégicamente lanzadas sobre mis mejillas, acaparaban todos los elogios. Yo me sentía plenamente feliz. Por aquel entonces, ¡hasta tenía una cama para mí sola! ¡Ah, qué tiempos aquellos! Vivía tranquila y acostumbraba a tomar el té cada tarde. Me lo preparaba una linda muchacha, de nombre María. Ambas nos sentábamos en una pequeña mesa azul y charlábamos tranquilamente durante toda la tarde. Eran jornadas la mar de agradables. María a veces se entretenía en desenredar mi larga melena para luego volver a recogerla en trenzas perfectas. Yo la miraba y sonreía. No nos hacían falta las palabras para entendernos; nos hacíamos compañía mutuamente. Fue tal nuestra unión que no salíamos de casa la una sin la otra. Íbamos juntas al cine, de vacaciones, al parque o de excursión.
Pero un buen día apareció él, arrasando con mi placentera existencia. Aún hoy no logro saber porqué llegó tan contento. Vino de la feria. Pudo ser él como un san Bernardo con barril incluido. A veces se trata tan solo de una cuestión de azar. Pero sea como fuere, lo invadió todo con su estúpida lengua de trapo. Durante una temporada, larga, tuvimos que dormir en la misma cama. Eso, en sí mismo, ya me molestó sobremanera, pero la cosa empeoró aún más cuando vi que se sentaba con nosotras para compartir nuestras charlas vespertinas. Su lengua, siempre fuera; sus ojos alborotados y esos ladridos irritantes me amargaban la existencia. Yo intentaba poner buena cara, sobre todo al ver que mi compañera estaba extremadamente contenta con nuestro nuevo contertuliano. No la quise contrariar. Pasamos una larga temporada de coexistencia forzosa y amargos tés. Pero la situación, lejos de mejorar, dio aún un giro más retorcido. María acogió a una madre soltera con su hijo y a la que parecía ser su prima adolescente. Recuerdo perfectamente la tarde en la que nos las presentó. Llegaron en coche y lo aparcaron delante mismo de la puerta. Era un coche bastante bonito y moderno, de formas redondeadas. Pintado entero de color rosa. Yo estaba degustando mi habitual té con pastas y Boby, así se llamaba mi peludo compañero, estaba adormilado en la cama. Nada más llegar fueron invitadas a compartir mesa con nosotras.
Intercambiamos cuatro palabras pero poco más hablé con ellas. Tan puestas, tan preocupadas por ellas mismas que rápido se olvidaron de nuestra existencia.

Vinieron en exceso cargadas de bolsas y accesorios y nos vimos obligados a hacerles un hueco. Ellas eran nuevas y María quería que se sintieran como en casa, así que tuve la mala suerte de tener que mudarme al primer piso con mi ‘amigo’ el peludo.


Continuará...

jueves, 10 de mayo de 2012

Con la R de Red Social

* Autor del grafitti: David Walker


Ronie tenía una destreza singular. Lo suyo era el arte callejero. Ya desde pequeña había dibujado de maravilla, con una habilidad nada propia para su edad, pero ahora había perfeccionado su técnica y la había complementado con mensajes cargados de intención. Siempre andaba cargada con sus sprays, buscando un trozo de pared donde poder plasmar todo lo que hervía en su interior. A veces las palabras se escapaban del muro e iban más allá. Las dejaba suspendidas, como flotando, entre llamativos dibujos, con la sana intención de acaparar miradas y flashes y quedar así grabadas en mentes y fotografías para su posterior difusión. Un buen día, Ronie se conectó a una red social y cuál fue su sorpresa al ver uno de sus dibujos publicado en el muro del amigo de un conocido. Treinta y ocho "me gusta" acompañaban a la instantánea. Quedó tan sorprendida de su virtual afluencia de público que decidió hacer un experimento. A la mañana siguiente cogió su cámara de video y grabó todo su proceso creativo en plena calle. Desde los primeros esbozos hasta los últimos retoques y sombreados. Le llevó varias horas tenerlo todo listo. Editó el video y lo condensó en cuatro minutos de rápidas imágenes que eran el fiel reflejo de varias horas de trabajo. Lo publicó en la red bajo el título ‘Que no te callen la boca’. Las visitas caían como moscas en un tablero. Al cabo de una hora ya lo habían visionado setenta y tres personas. No daba crédito a lo que estaba sucediendo. Tantos años tratando de llegar a la gente y ahora resultaba que en solo sesenta minutos le habían salido setenta y tres admiradores. ¡Más de uno por minuto!

Pasados un par de días, decidió hacer otra grabación aunque sutilmente diferente a la anterior. Colgó de nuevo un video en la red, esta vez de nueve minutos de duración. Se tituló ‘No dejes que te salpiquen’. Ciento ochenta visitas en hora y media. Un auténtico logro. Ronie se rió para sus adentros. Ciento ochenta personas unidas por los larguísimos brazos de la red y viendo como se fríe un huevo a cámara lenta. Realmente la gente estaba muy aburrida.




viernes, 20 de abril de 2012

Con la O de Ojiplático

Caía la nieve como nunca en esta ciudad, en este polígono, en esta parada de ferrocarril. Llevábamos esperando más de quince minutos, cuando una voz metálica y anónima nos informó por los altavoces de la interrupción indefinida de la circulación de trenes consecuencia de esa imprevista tormenta. Quejas, personas disconformes y melodías de móvil comenzaron a inundar aquella estación que, para agravar un poco más la situación, era de las pocas que aún permanecía a la intemperie. La radio informaba del insólito caos que imperaba en la ciudad: calles bloqueadas, transportes inoperativos y servicios de urgencias saturados. Toda la red de cercanías parecía no estar funcionando, y yo me preguntaba cómo demonios iba a poder abandonar aquel recóndito lugar y llegar a casa de una vez.

Al principio me quise resistir, pero las orejas al borde de la congelación, los nervios y la impaciencia me llevaron a marcar el numero de teléfono de Carlos, un recién conocido con un especial derecho a roce, pero sin esa complicidad o confianza que otorgan los meses a las parejas. Él vivía con sus padres, muy cerca de allí, y rápidamente se ofreció a venir a rescatarme en coche. Tras otros veinte minutos de eterna espera le vi aparecer. Me comentó que la nieve hacía muy difícil la conducción y que la entrada a la ciudad estaba cerrada al tráfico. Decidí irme con él a su casa a la espera de que, con el paso de las horas, pudiera regresar a la mía, una vez se calmara la situación; pero no fue así y me ofrecieron pernoctar allí.

Tras una noche un tanto incómoda, compartiendo cama individual con mi nuevo ligue y pared con pared con la habitación de los padres de éste, amaneció un día claro y soleado. Carlos estaba en la ducha y yo me estaba cambiando cuando su madre irrumpió en la estancia.

-¡Buenos días!- me dijo sin pudor alguno. 

-Te traigo unas bragas. Están nuevas, ¿eh? ¡Por estrenar! Pruébatelas a ver si te van bien, sino te busco otras.

Y se quedó allí de pie, delante de mí, sonriendo y tendiéndome una bolsita transparente que contenía unas bragas color carne dentro.

-¡Vamos! No tengas vergüenza.

La situación era realmente embarazosa. Estaba tan perpleja, que agarré las bragas casi de un zarpazo y me las puse lo más rápido que pude. Era una braga-faja espeluznante. De abuela. Esperpéntica. Me llegaba por encima del ombligo y me hacía bolsas por todo el contorno.

-Son perfectas. Muchas gracias- acerté a decir.

Y ella sonrió, admiró la estampa un poco más y se dio la vuelta totalmente complacida.

-Voy a preparar café- me dijo, y cerró la puerta tras de sí.

Aún me estaba recuperando de esos minutos surrealistas cuando Carlos volvió de la ducha y me encontró allí de pie, en medio de la habitación, con las bragas más desmoralizadoras y lamentables jamás imaginadas. Y así fue como, el hijo de la madre que regalaba tristes braga-fajas el día después de una fuerte nevada, se sentó en el borde de la cama, ojiplático.

miércoles, 18 de abril de 2012

Con la S de Sant Jordi

Desangrado
Murió inocente un Dragón
Solo estaba jugando.
 
Haikus y fondo del blog gentileza de @sotohaikus (https://twitter.com/#!/SotoHaikus)
 
 
 
 
 
 


 

domingo, 8 de abril de 2012

Con la R de ROHRBACH ROLAND





Próxima parada... montaña mágica del Tibidabo. Me despierto sobresaltada. Me he vuelto a quedar dormida en mi asiento. Menos mal que esta vez me he inclinado hacia la ventana y no sobre el hombro de cualquier desconocido. ¿Tibidabo? ¡Yo he cogido el 7 para volver a casa!

Miro al exterior. El bus está aminorando la marcha al coger las últimas curvas de la carretera de la Arrabassada. Me pregunto qué hago llegando al parque de atracciones y se lo pregunto también a mi compañero de asiento, pero éste me mira impasible; se levanta mientras el vehículo se detiene por completo y se dirige a la puerta sin mediar palabra. ¡Será maleducado! Aún sigo perpleja cuando se me acerca el conductor y me insta a bajar 'Señorita, final del trayecto'. Me siento completamente ridícula por haber cogido el bus equivocado. Salgo del vehículo y, tras de mí, éste cierra sus puertas y da media vuelta para comenzar de nuevo el descenso hacia la ciudad.

Mientras me planteo cómo volver a casa, me acerco al mirador: los últimos rayos de sol de la tarde se reflejan en nuestro querido Mediterraneo y un tono entre dorado y cobrizo ilumina la ciudad. Mi barrio, el Eixample, reluce de forma especial. ¡Hace tanto tiempo que no subía hasta aquí! Miro mi atracción favorita con nostalgia. A los pocos minutos estoy dentro del parque y me dirijo decidida hacia el avión; no hay cola. Rápidamente me permiten subir y ocupar un asiento. Recuerdo a la perfección los viajes con mi abuelo. Él me explicaba que volábamos en una réplica a escala real del Rohrbach Roland, avión que usó la aerolínea Iberia para hacer el primer vuelo comercial entre Barcelona y Madrid. A mi abuelo le fascinaban los aviones.

Han pasado ya varios minutos pero nadie más ha decidido subir; la hélice comienza a girar sólo para mí. Una emoción infantil me recorre el cuerpo. Miro embelesada por la ventanilla, cual niña de seis años, feliz, y temerosa a la vez por el correcto funcionamiento del antiguo aparato. Tras una primera vuelta completamente normal, un movimiento brusco hace que el mítico avión se desancle de la estructura y arranque el vuelo. Grito asustada pero nadie me escucha. Abajo, la noria sigue girando y los niños comen nubes de algodón. Nadie parece percatarse del terrible incidente.

Planeo por el cielo y poco a poco me voy relajando en mi pequeño avión rojo. Atrás queda la Montaña Mágica y la Torre de Collserola. Sobrevuelo el Carmel, Sant Gervasi y el Parc Güell. Giramos a la derecha y ahora nos dirigimos hacia el barrio de Gràcia. Noto cómo mi abuelo me agarra la mano en este paseo aéreo tan especial. Las primeras farolas se encienden a mis pies mientras avanzamos en dirección al mar. Llegamos a Las Ramblas, el barrio gótico y el monumento a Colon. El traqueteo de la hélice y el ruido del motor me van dejando adormilada hasta que, de repente, mi querido avión se queda sin combustible y, tras una sacudida amenazadora, comienza un descenso en picado. ¡Caemos directos sobre una de las cestas del Teleférico!

Doy un bote en mi asiento y mi mejilla choca con un fornido hombro. Un joven, a mi lado, me mira algo contrariado. Próxima parada... Gran Vía - Sardenya. Siempre me duermo hacia el lado equivocado.

sábado, 10 de marzo de 2012

Con la D de Desgarrador



Me despierto sobresaltado. Me cuesta entender lo que pasa. Ha sido un grito
de mujer. Crudo. Intenso. Desgarrador. Aún resuena en mi cabeza. Me acerco a la ventana mientras mi corazón bombea a un ritmo descontrolado. La calle está a oscuras pero distingo un cuerpo yaciente en mitad de la acera. No se mueve. A su lado unos ojos me miran. Sobresalen de la noche y se clavan furiosamente en mí. Me aparto asustado y cierro de golpe la luz de la mesilla. ¿Me habrá visto? ¿Se habrá fijado en mi piso? ¡Pero yo no he podido ver nada! Apenas he divisado unos ojos y no sería capaz de identificar a nadie. Estoy paralizado. Las manos me sudan y trato de buscar a tientas el móvil. No lo encuentro. Hoy la noche es completamente negra. Me agacho y me asomo de nuevo pero solo entreveo ese cuerpo tumbado y en apariencia inerte. Alguien aporrea mi puerta. Se que esos ojos están al otro lado. Los golpes son cada vez más rabiosos. Me arrastro sigilosamente, preso del pánico, hasta la mesa de la cocina. Mis dedos palpan por fin el teléfono. Un tono, dos… la puerta está a punto de ceder. Descuelgan. Quiero explicar, quiero chillar, que alguien me acecha, que no he visto nada, que va a entrar, que me va a matar… ¡que una chica ha muerto en mi calle! No me salen las palabras. Por mucho que lo intento, se han quedado atascadas en la garganta y solo consigo emitir un ruido raro. En un último embate, una figura vestida de negro irrumpe en mi apartamento. Sus ojos coléricos me dicen que no habrá tregua. Desconsoladamente, lloro. Como un niño.

Doy un bote en mi mullido colchón. La habitación está a oscuras. No hay ojos. La luz de las farolas se filtra tímidamente por la persiana. Otra vez el mismo maldito sueño. Desgarrador.

sábado, 25 de febrero de 2012

Con la R de Rocambolesco

Don Rocambolesco escuchaba siempre hacia delante y miraba hacia atrás. Los muchos años de convivencia con su maestro en Tai Chi (estilo Chen) le habían llevado a esta máxima premisa en su vida. Tan importante era librarse de los adversarios que le venían de frente como prevenirse de todo lo malo que le acechaba por detrás. Había desarrollado una extremada sensibilidad en su ojo derecho sobre todo. No había cosa, persona o animal, movimiento o batir de alas que escapara a su elaborado ángulo de visión lateral posterior. Su entrenamiento era su vida y en su vida no había lugar para el descontrol. Le gustaba pensar estirado y descansar de pie. Escuchaba la televisión y se pasaba horas mirando la radio. Era Rocambolesco un ser particular.  Estando un buen día en su hora habitual de descanso, de pie, relajando cada uno de sus músculos y viendo las noticias de la radio que tenia justo detrás, se le acercó una pequeña hormiga que llevaba días sin comer. Don Rocambolesco escuchó el rugir de sus tripas como si de las de un elefante se tratara y la pisó sin dilación. A la mañana siguiente, mientras escuchaba la televisión estirado en el sofá, una mosca veraniega quería aterrizar en el reposabrazos donde yacía su pensante cabeza. Sin darle tiempo al bicho para finalizar su misión, lo aplastó con la palma de su mano, en un golpazo de impresionante precisión.

Con tales desarrolladas aptitudes envejeció nuestro extraordinario protagonista, hasta que llegó un buen día de una primavera maravillosa, en la que las flores renacen, la gente se destapa y las hormonas se unen para montar una revolución. Estaba Don Rocambolesco paseando por el parque, tratando de encontrar una esquina tranquila en la que descansar sobre sus pies. Dejó atrás grupos de adolescentes mientras los veía charlar y jugar al balón desde su privilegiado ángulo lateral posterior, traspasó entre voces de abuelos en la difícil tesitura de entretener a nietos ávidos de bueno tiempo y aire libre. Evitó perros que husmeaban cuanto les salía al paso y orugas caprichosas que colgaban de los árboles. Finalmente, sobrepasó a una mujer de pechos rebosantes, que más parecía ser una modelo sueca de la época del destape que una abnegada madre castiza nacional. De repente, y contra todo control habitual, chocó de frente con un pobre chiquillo que andaba trajinando con su monopatín. ¡ocselobmacoR! Farfulló el hombre sabiéndose perdedor de su talentoso y trabajado autocontrol y abatido por una fémina terrenal.

viernes, 17 de febrero de 2012

Con la A de Angustia


La esperaba como cada tarde a la salida del colegio para regresar juntas en metro hacia casa. Desde que se mudaron de barrio hacía ya tres meses, era un trayecto largo el que tenían que hacer a diario; suponía mayor esfuerzo pero a la pequeña le encantaban los vagones y los trenes en general. Disfrutaba mirando por la ventanilla y girando alrededor de la barra metálica central hasta caer mareada y muerta de risa. Al menos de eso quedó constancia en la declaración que hizo a la policía aquel 22 de marzo. Eso, y que la niña medía metro y dieciocho centímetros (según la última revisión con el pediatra), que tenía cabello castaño ondulado, ojos marrones y una peca de tamaño notable en la mejilla izquierda. Llevaba puesto el chándal del colegio, pues los martes era día de gimnasia. Marrón la sudadera y de color azul marino los pantalones. Un abrigo verde y una mochilla del mismo color. El oficial de turno lo anotó todo en el formulario pertinente. Ni con demasiadas ganas ni sin ellas. Con precisión y sobriedad.

El andén estaba aquella tarde más lleno que de costumbre. Una profesora trataba de calmar sin éxito a un grupo de adolescentes desatados. ¡Demasiada hormona para una mujer tan menuda! Además, era noche de partido y la gente se dirigía ya eufórica hacia el estadio, envueltos en bufandas y llenándolo todo de sus cánticos entusiastas. La madre se quedó absorta mirando como descendían los segundos en el panel luminoso. ¡Cómo odiaba que se sumaran de repente minutos al tiempo estimado! El ruido del convoy aproximándose por el túnel descartó cualquier retraso espontáneo. Entre la multitud, la niña trató de ser la primera en alcanzar la puerta. La mujer intentó agarrar desesperadamente aquella mano inocente que se escurría una y otra vez entre empujones y pitidos que alertaban del inminente cierre de puertas. Ansiosa miró a izquierda y derecha. No lograba ver más allá de las últimas espaldas que rápidamente se colaban al interior del vagón. De nuevo los pitidos. Las puertas se cerraron. ¡Por fin la vio! Sus miradas se cruzaron fugazmente por unos segundos, mientras el metro cogía velocidad y se perdía en la oscuridad del túnel. Juraría que había sido una mirada de odio. Se quedó sola, impotente y temblorosa en medió del andén. ¡Ella nunca le perdonaría que la abandonara a su suerte así! Los minutos se le antojaban horas. El siguiente metro parecía no llegar nunca y entre sollozos rezaba para que la niña estuviera esperándola en la siguiente parada. Pero no estaba. Ni en la otra. Ni en ninguna de las 22 estaciones de aquella línea que posteriormente se recorrió dos veces seguidas por varios agentes de seguridad y policía. Mientras tanto, ella amenazaba y malmetía contra todo el personal reunido en el despacho del jefe de estación suplicando que la encontraran, que revisaran todas y cada una de las cámaras de seguridad. No atendía a razones. Gritaba. Los agentes le aconsejaron que se fuera a casa por si ella regresaba. Ellos seguirían buscándola allí.



Trece paradas y diecinueve minutos después de la insólita avalancha para coger el metro una madre aún pensaba en quién debía ser aquella mujer de apariencia un tanto extraña y mirada perdida que tomó la mano de su Andrea. ¡Por dos veces la niña tuvo que librarse de ella! Hoy en día no te puedes fiar de nadie…

-¡Mamá! ¡Levántate ya, que es nuestra parada! - dijo Andrea con su alboroto habitual…


(La foto fue la ganadora en el I Certamen de Fotografía 'Metro desde tú móvil' de Madrid)