jueves, 30 de agosto de 2012

Con la N de Nostalgia (final Discordia)


Había escuchado su voz enlatada en el contestador unas quince veces desde que su amigo perdiera la vida en el hospital, en medio de una de las tormentas de nieve más fuertes de ese invierno. Él respiraba y por lo tanto vivía, pero se sentía como una pieza desencajada en medio de un engranaje de alta precisión. Recordó aquel cuerpo frío e inmóvil, el de un amigo ya sin vida. Hubiera deseado llorar con él y no por él; no por el inmenso vacío que les había dejado como legado; no por la sensación de pérdida que avanzaba como un vertido de alquitrán y que ya manchaba el 95% de su corazón. El 5% restante se ocupaba en seguir latiendo. Abrió su trozo de armario. En eso siempre habían sido muy equitativos. Luego abrió la parte que le correspondía a ella. Deslizó los dedos por sus vestidos, olió sus camisetas. Se sentó en el borde de la cama y lloró solo. Amargamente.

El cuento había cambiado. Se había reinventado en su propio papel. Ahora caperucita no temía al lobo. Se había despojado de su capa y una noche más se divertía, bailaba y se dejaba querer. No estaba acostumbrada a beber. Solo hacía una excepción con la cerveza artesanal que fabricaba su suegro en casa, entre ollas, termómetros y recipientes para fermentar. Tras la tercera copa, cayó de bruces en mitad de la pista de baile. Un foco lila, rojo, azul, blanco... la iluminaba de forma intermitente. Se llevó las manos a la cara. Le dolía la cabeza. Se arrastró hasta un sofá algo apartado y permaneció sentada en el suelo, con la cabeza apoyada sobre el tapiz agrietado del asiento. Entre luces, voces apagadas y la vibración de los altavoces se quedó dormida.
Quizás era momento de empaquetar sus cosas. La situación no parecía que fuese a revertir. Le pesaba no poderse disculpar, hablar con ella. ¡Cuatro años no se podían haber esfumado con los gritos que lanzaron al viento!  Casi había pasado una semana. Solo una semana pero toda una semana en la que no había tenido noticias de ella. El tiempo era relativo pero en su caso el peso de la impotencia aumentaba cada día unas cuantas toneladas más. Quería berrear que la amaba. Que la necesitaba. Que aquello no tenía sentido sin ella. Quizás era momento de enfriar la mente.
Se despertó en la habitación del motel. No recordaba cómo había llegado pero supo que no quería despertarse allí ni un día más. Había dejado de llover y un tímido color azul parecía querer tintar el cielo. Puso el hervidor en marcha y se preparó una infusión de sobre. El líquido caliente le reconfortó. Sintió una profunda nostalgia.  Miró el teléfono que permanecía en la mesita junto a la cama. El paso del tiempo lo había dotado de un color amarillento nada favorecedor. Todo allí era frío y decadente. Dejó el motel con una idea muy clara y se dirigió a la estación de autobuses.
Era ya de noche. Estaba sentado frente al ordenador cuando escuchó la llave en la puerta.

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lunes, 27 de agosto de 2012

Con la A de Accidente (4ª parte Discordia)


 
Una bolsa enorme de adrenalina explotó dentro de él al ver el símbolo del sobre en la pantalla. De repente tenía la sensación de haber dormido tres horas más y de haber tomado cinco cervezas menos. Casi con miedo apretó la tecla central de su Nokia 3510, una pequeña joya que había conseguido conservar desde hacía más de diez años. A pesar de la nuevas tecnologías y del bombardeo mediático, él se había mantenido fiel a un pequeño y simple aparato, sin embargo no conservaba a quien más había querido. El mensaje era de su hermano. El mejor amigo de ambos había sufrido un accidente. Estaba muy grave. Más mierda. Cogió su chaqueta y corrió escaleras abajo. El siguiente mensaje quedó sin leer, dentro de una antigua joya, depositada en el bolsillo de sus tejanos.

Se despertó casi a mediodía. No sabía en qué momento pero se había quedado profundamente dormida. Soñó con gatos que peleaban y arañaban corazones. Caían éstos rotos en mil pedazos, en forma de lluvia. Ella trataba de alcanzar todas las piezas pero le resultaba imposible ya que se deshacían en contacto con el suelo. Se incorporó en la cama y buscó a tientas el  móvil debajo de la almohada. No había respuesta. Chequeó la bandeja de salida con la esperanza de encontrar algún error en el envío. Pero todo era correcto. El teléfono había cumplido su misión. Eran ellos los que no funcionaban o, mejor dicho, los que habían dejado de funcionar de la noche a la mañana, como un mal juguete chino. Y estos juguetes rara vez tenían reparación.

Llegó al hospital en veinte minutos. El aire flotaba espeso y cargado de tragedia. Se abrazó con la novia de su amigo accidentado. Estaba destrozada y se agarró a él fuertemente. Entre sus sollozos recogió la inmensa pena, la rabia y la desdicha que estaba sufriendo. El último parte no era positivo. Permanecía en coma con respiración asistida. Sintió como su corazón ya agrietado se rompía un poco más. Pensó en ella, en donde estaría y deseó tenerla cerca, protegerla, oler su cuello, ver sus labios siempre pintados de rojo, escapar juntos de todo aquel desastre. No importaba la dirección; necesitaban un lugar donde pudieran soldar tantos pedazos rotos, donde poder esconderse para  que nada ni nadie les arrebatara esa unión. Se secó las lágrimas de los ojos y se puso la bata verde. Podían entrar a verlo cinco minutos.

Se estaba ahogando en su propia melancolía. Era pegajosa y asfixiante. Abrió la ventana. Quiso tirar su Blackberry y verla reventar en mil pedazos, para que algo más que su corazón estuviera roto. No lo hizo. Permaneció unos minutos bajo el agua helada de la ducha, hasta que la piel empezó a enrojecerse. Sintió cada una de las gotas y las absorbió como una planta olvidada tras unos días de verano. Buscó entre la poca ropa que había traído. Se vistió con uno tejanos azules y un jersey verde de cuello alto. Se puso su abrigo rojo y agarró la bolsa aún sin deshacer. Pasaría unos días fuera de la ciudad, lejos de todo. Lejos de ese absurdo teléfono.

Salió abatido pero decidido a solucionarlo todo. Al menos a intentarlo. Pulsó lo números en su Nokia. Con decisión.

El teléfono vibró seis veces en la mesita de noche. Después saltó el contestador.

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viernes, 24 de agosto de 2012

Con la A de Aullido (3ª parte Discordia)


Habían pasado ya tres agónicos días en los que el cielo parecía más gris, las noches más oscuras, la música más triste y las personas más lejanas. Tras la caída, permanecía rota dentro de un gran agujero negro y todavía nadie había podido siquiera agarrarle la mano. El agua repiqueteaba en el cristal. No dejaba de llover desde la fatal disputa pero ella se sentía más seca y menos viva que nun ca. Miraba impasible por la ventana, incapaz de moverse. Su madre asomó la cabeza por la puerta de su antigua habitación.

Ocho cervezas vacías llenaban la mesa. El camarero depositó dos más, recién abiertas, mientras recogía los botellines ya apurados. Llevaba tres días con la misma dinámica y no sabía cuantos más podría seguir ocultándose su propia verdad. Palmadas en la espalda, comentarios grotescos, risas alcoholizadas, planes alocados... él se dejaba acompañar por amigos y compañeros hasta llegar a un nivel de semiinconsciencia que le permitía soportar toda aquella mierda. Una mierda llena de vacíos, de imágenes, de gritos y de almas rotas. Sintió la necesidad de lanzar un aullido, de señalar su propio territorio, de atraer a su hembra, de ahuyentar sus miedos. Ya en sueños, gruñó de forma desesperada.
 
 

Una pelea de gatos la despertó en plena noche. Se imaginó a los felinos enzarzados como ellos tres días atrás... Ya no deseaba más alaridos. Necesitaba ronronear cálida y apaciblemente en su casa, en su sofá, en su regazo... La pantalla del móvil permanecía oscura. Su propio orgullo le impedía dar el primer paso. Anhelaba que él lo hiciera aunque su parte más racional, la del cuento truncado, no depositaba en ello demasiadas esperanzas. En un arrebato cogió el teléfono y al cabo de unos minutos lo escondió debajo de la almohada, con una mezcla de vergüenza y esperanza. No sabía si estaba preparada para afrontar cara a cara la respuesta del aparato.

Se despertó con la lengua hinchada, la piel reseca y un más que incómodo martilleo en ambas sienes. Se estaba empezando a acostumbrar a ese malestar. Afuera continuaba lloviendo. Dentro continuaba todo lo demás. Se arrastró hasta la cocina y se preparó un café extra largo, bien cargado, como los que ella le solía preparar. Buscó el móvil con la vista, como quien busca un punto de luz al final de un largo túnel. Lo recogió del suelo donde lo habría lanzado al llegar, junto con los otros restos de la noche anterior. Tenía un mensaje por leer.

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miércoles, 22 de agosto de 2012

Con la C de Caperucita (2ª parte Discordia)


Avanzó por la calle. Se resistía con todas sus fuerzas a girar la cabeza y mirar hacia arriba. Sentía como los ojos de él se clavaban en su espalda. Llegó hasta la estación de metro. Hasta el punto cero de su relación. Allí se conocieron y, a ochocientos metros, decidieron vivir juntos cuatro meses después, en un impulso emocional y romántico, casi de guión de película. Ahora el cuento de papel se había quemado y ella parecía andar entre sus cenizas. Sintió frío. Sacó su bufanda, también roja, y se la envolvió alrededor del cuello, cubriéndose en parte el pelo con ella.

Se sintió tentado a salir corriendo. A atraparla en mitad de la calle para no dejarla escapar. Imaginar su sonrisa, siempre sincera y reconfortante, y pensar en una posible reconciliación le tranquilizó al instante, le dio fuerzas. Al ir a salir por la puerta vio la foto en  el suelo; antigua felicidad rodeada de cristales rotos. Lágrimas, gritos, odio y destrozos volvieron a su cabeza. Un puzzle de discordia donde finalmente todo había encajado. Se quedó inmóvil de nuevo  y encendió otro cigarrillo.

Bajó el primer escalón. Indecisa. Todo aquello tenía que ser por fuerza una pesadilla. Por un lado deseaba coger el primer tren y desaparecer de la historia. Ser una espectadora ocasional. Por otro lado deseaba que su mano la agarrara por el hombro y que él la envolviera entre sus fornidos brazos. ¿Podría olvidar todo lo que se habían dicho? Seguía nevando. Finalmente miró hacia su balcón. Él no estaba. Los transeúntes observaban curiosos a aquella chica empapada, de abrigo rojo que, bajo un manto de nieve, lloraba agarrada a una bolsa de viaje. Una caperucita moderna con final infeliz.



Rescató la foto y la dejó encima de la barra de la cocina. Sonreían. Era verano. Su primer verano juntos. Habían dibujado un corazón de arena entre los dos. Ahora el corazón se le antojaba un reloj que había dejado escapar su contenido, indicando el fin de una unión. Giró la foto, como si el reloj pudiera volver a contar desde la otra posición. ¿Sería igual de fácil rescatarla a ella de entre tanto cristal roto?

Cogió el siguiente metro

Se guardó la foto.


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domingo, 19 de agosto de 2012

Con la D de Discordia


Cerró la puerta de golpe. Enojada. Rabiosa. El corazón le latía muy por encima de lo normal y de lo considerado clínicamente aceptable para sobrevivir unos cuantos años más. Se llevó las manos a la cara, en un intento de cegar la realidad. Pero ésta permanecía allí. Justo detrás de esa puerta que ahora aguantaba el peso de su pequeño y tembloroso cuerpo.

Él se quedó un momento de pie, tratando de asimilar todo lo que había ocurrido en ese apartamento que ambos habían alquilado cuatro años y medio atrás. Cogió el tabaco del bolsillo de la chaqueta mientras volvía a encontrarse con el silencio después de aquel sonoro portazo. Buscó el mechero y encendió un cigarrillo. Dio una larga calada. Dejó salir el humo lentamente por su boca, capaz ésta de lanzar los improperios más inverosímiles según acaba de comprobar. ¿Cómo habían llegado a ese infierno?

Las lágrimas resbalaban decididas por su cara y caían sobre el suelo frío del rellano, formando un pequeño charco de desavenencias y desilusión. Seguía agarrada al pomo metálico, incapaz de asimilar tanta diferencia enquistada por los años. Nunca antes había visto esa rabia en sus ojos, unos ojos marrón avellana, grandes y redondos, que le habían hecho suspirar en más de una ocasión.

Salió al exterior. Necesitaba aire. Necesitaba espacio. No sabía lo que realmente necesitaba. Recorrió el balcón varias veces, arriba y abajo, como enjaulado, desorientado en esos ocho metros cuadrados. Finalmente apoyó sus manos en la barandilla metálica. Sintió el helor del metal y los primeros copos de nieve se fueron depositando sobre su piel aún tostada por ese último viaje; una última carta que habían querido jugar, pero que ya presagiaba esa desunión. Miró su muñeca, que aun conservaba la pulsera verde del 'todo incluido'. Todo no había sido suficiente.

La bolsa permanecía a sus pies. La cremallera, mal cerrada por las prisas y el descontrol, dejaba entrever parte de una vida ahora dividida. ¿En qué lugar quedaban ellos entre tanto reproche? Se habían atizado como nunca. Verbalmente. Como si hubieran dejado salir una habilidad innata pero desconocida, capaz de herir de una forma brutal y casi deshumanizada. Dudó si llevarse o no todo aquel lastre con ella.

Se sentía cansado y mareado. Nevaba ya con intensidad cuando la vio pasar. Reconoció su abrigo rojo de franela y ese pelo caoba en el que tantas veces se había zambullido. Le sobrevino el aroma que solía desprender y sintió como un escalofrío le recorría la espalda. Trató de tocar su melena con la mano, en la distancia, mientras ella desaparecía para siempre entre la nieve y el vapor que salía de las alcantarillas. Tras de si, dejó un halo de infelicidad que le invadió las entrañas.
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jueves, 2 de agosto de 2012

Con la V de Verano


Calor. Tomar el sol. Echarse una siesta entre sombrillas. Ensaladas, gazpachos y tortillas. Grillos y cigarras. Beber cerveza y darse duchas heladas. Cremas solares. Bañadores. Pescadito frito y ruido de ventiladores. Devorar libros en hamacas. Tomar el aperitivo en chanclas. Boquerones en vinagre. Mercadillos ambulantes. Uñas multicolores junto a puestos de melones. Levantarse tarde. Copas de vino. Chapuzones en el río. Atardeceres de girasoles. Camareros sirviendo platos de mejillones. Gafas de sol, gorras, bikinis y mini pantalones. Top less. Sombreros de paja. El suelo lleno de pinaza. Partidos de palas. Sardinas a la brasa. Piscinas con trampolines. Coco y jarras de limonada. El pelo mojado. Pijos en catamaranes. Sofritos de paella y platos de calamares. No tener prisa por acostarse. Sexo con extranjeros. Amores pasajeros. Fiestas populares, horchatas y granizados. Viajantes enamorados. Verbenas con  farolillos. Repelentes y velas antimosquitos. Tormentas de verano. Excursiones en barca.  Olas que te estallan en la cara. Cantimploras, hormigas, helados. Quinceañeros hormonados. Moscas. Cubos y palas. Pequeñas barcas amarradas. Chiringuitos con terraza. Sangría. Gajos de sandia. Nudistas satisfechos y aprendices de exhibicionista. Berberechos. Piscinas naturales. Niños surfeando sobre colchonetas hinchables. Noches calurosas llenas de picadas rabiosas. Campings con banderolas. Cámaras de fotos. Barbacoas con latas de coca cola. Ventanas abiertas que reciben música de orquesta. Paseos en bicicleta. Poner la toalla en una playa repleta. Cucuruchos y leche merengada. Viajar en auto caravana.  Las olas del mar. Arena en las manos. Puestas de sol. El tinto. De verano.