jueves, 14 de junio de 2012

Con la L de Lengua de Trapo (final)

Al principio me indigné muchísimo, luego también. Pero, pasadas unas horas, pensé que el perro debía ser incompatible con la criatura y tampoco era cuestión de echarlo a la calle. Así que aprendí a sobrellevarlo. Además, desde nuestra nueva ubicación, teníamos una visión privilegiada para curiosear sobre todo lo que acontecía en la planta baja. Yo pasaba las horas espiando a las nuevas vecinas, en parte para matar el rato y en parte para no tener que ver la sonrisa simplona en el rostro de Boby. Entre ellas tampoco se llevaban bien. Eso saltaba a la vista. El bebé daba un poco de pena. Nunca decía nada y siempre estaba solo. La madre andaba más preocupada en cambiarse de ropa y probarse unos nuevos tacones que en prepararle el biberón. La chiquilla, por su parte, era un tanto estrambótica. Tenía el pelo de color azul y casi siempre lo llevaba recogido en dos coletas. Un vestido brillante, excesivamente corto para su edad, y unas botas que le llegaban hasta las rodillas de unas piernas de adolescente anoréxica. Andaba todo el día con los cascos puestos, ignorando todo y a todos. Pese a eso, María se esforzaba en hacerlas sentir bien y, tal y como acostumbraba a hacerlo conmigo, les preparaba deliciosas infusiones, se ofrecía para peinarlas y se las llevaba de paseo. A veces cogían el coche rosa pero a menudo no y, en esas ocasiones, yo me veía más que tentada de sentarme al volante y seguirlas disimuladamente para ver hasta donde llegaban y lo que hacían. Pero al final nunca me atreví. Sus salidas se fueron distanciando en el tiempo, así que yo también me olvidé de mis ansias detectivescas. María seguía saliendo, pero ellas se quedaban en casa haciendo prácticamente nada.

Cual fue mi sorpresa, cuando un día subieron madre, hijo y niñata para quedarse. ¡No me lo podía creer! Ahora sí que íbamos a estar apretados. Boby contento, como siempre, exhibiendo lengua y sonrisa; pero yo poco más podía disimular. Los únicos momentos soportables eran los que empleábamos en acudir a clase. Bajábamos juntos y Maria destinaba su tiempo libre a enseñarnos cosas muy diversas. En ocasiones era un poco estricta con los ejercicios, pero en general estábamos todos satisfechos con las lecciones. El espacio y los recursos eran limitados; nos sentábamos como podíamos entre el suelo y la cama, y ella nos instruía haciendo uso de una pizarra no demasiado grande que se sostenía sobre un caballete bicolor.

Pero también estos momentos se fueron perdiendo, María andaba cada vez más ocupada y ya no podía prestarnos tanta atención. Se aficionó a la música y colgó en las paredes fotos y más fotos de gente desconocida que tocaba guitarras y agarraba micrófonos. Por aquel entonces María se reunía con sus amigas en casa; ponían música y se pintaban creyendo ser cantantes y bailarinas. Danzaban hasta caer extenuadas y les parecía la cosa más excitante del mundo. Yo seguía observando desde las alturas, incapaz de comprender tal divertimento. Y aún lo entendí menos cuando en lugar de reunirse, simplemente se llamaban por teléfono y se pasaban horas y horas hablando y haciendo planes para ir a tal o cual concierto. Si eso era algo tan maravilloso, ¿por qué no se dignó nunca a llevarme a alguno?

Durante una de mis tediosas jornadas de chismeo y observación me pude percatar de cómo sacaban por la puerta la mesa azul en la que tantas tardes habíamos apoyado nuestras tazas de porcelana. Y recordé con nostalgia las risas, las sesiones de peluquería y la complicidad que existió entre ella y yo. Se llevaron también la cama, y el armario de María que más de una pesadilla le había ocasionado; algunas noches, hace ya mucho tiempo, lo miraba y me contaba historias de monstruos que habitaban dentro de él. Según ella, eran peludos, malvados y se alimentaban de niños en la oscuridad. Entonces me abrazaba fuerte y cerraba los ojos hasta que caía dormida mientras escuchaba canciones entonadas por su madre.

Fue esta misma mujer la que un buen día subió a nuestro piso. Se quedó de pie delante de nosotros y, mirándonos fijamente a los ojos vociferó:

-¡María! Tenemos que sacar los pósters de la pared y la estantería que tienes encima de la cama para poder pintar tu habitación. ¿Qué quieres hacer con lo que tienes en ella?

-¡No lo sé! ¿Qué hay?

-¿Por qué no vienes y lo ves tú misma? ¡Estoy aquí subida en la escalera!

-¡Ahora no mamá! Que estoy jugando a la Wii.

-Hay una Barbie canguro con bebé incluido, la muñeca pelirroja que te regalaron al nacer, un perro de peluche que ahora no recuerdo de donde salió y la Winx Musa de pelo azul.

-¡Tíralos!- gritó María desde el comedor.

-Y con el coche de la Barbie que tanto te gustaba ¿qué hacemos?

-¡Tíralo también!

Creo que fue entonces cuando se me paró mi olvidado corazón de trapo.


domingo, 10 de junio de 2012

Con la L de Lengua de Trapo (1ª parte)

A mi izquierda una madre con retoño. Escultural ella, pero una escultura claramente tallada a golpe de bisturí, y bastante normal el pequeño. Era un bebe callado eso sí. Incluso mudo. Podría asegurar que nunca le había oído gimotear. A mi derecha un perro agotador. No paraba de ladrar al más mínimo movimiento. Tenía una cara atontada y siempre iba con la lengua fuera. Si te fijabas bien, se podría decir que tenia un ojo más alto que el otro y su boca dibujaba una especie de sonrisa permanente que era una mezcla entre sonrisa estúpida y maléfica. Un poco más allá una muchacha que bien se debía creer ser princesa, pero de otra galaxia. ¿A quién se le podía ocurrir llevar unas vestimentas tan estridentes y, sobre todo, tan brillantes? Y así me veía obligada a amanecer cada mañana. Pero hubo tiempos mejores. Tiempos en los que no había bisturís y las madres no estaban siliconadas. Tiempos en los que las muchachas eran tiernas y soñaban con princesas inocentes, y no vestían esos trajes ajustados, ni llevaban el pelo de mil colores. Perros, lamentablemente, siempre han habido. Y digo lamentablemente porque por muy simples y rasposos que sean siempre han arrancado ‘ohs’ y ‘ahs’ y mil comentarios cariñosos de la gente. Pero en esa época a la que ahora hago referencia, no había perro alguno. Era yo la que atraía todas las miradas. Mi larga melena pelirroja, casi siempre recogida en sendas trenzas a lado y lado de la cabeza, y mis pecas que parecían estratégicamente lanzadas sobre mis mejillas, acaparaban todos los elogios. Yo me sentía plenamente feliz. Por aquel entonces, ¡hasta tenía una cama para mí sola! ¡Ah, qué tiempos aquellos! Vivía tranquila y acostumbraba a tomar el té cada tarde. Me lo preparaba una linda muchacha, de nombre María. Ambas nos sentábamos en una pequeña mesa azul y charlábamos tranquilamente durante toda la tarde. Eran jornadas la mar de agradables. María a veces se entretenía en desenredar mi larga melena para luego volver a recogerla en trenzas perfectas. Yo la miraba y sonreía. No nos hacían falta las palabras para entendernos; nos hacíamos compañía mutuamente. Fue tal nuestra unión que no salíamos de casa la una sin la otra. Íbamos juntas al cine, de vacaciones, al parque o de excursión.
Pero un buen día apareció él, arrasando con mi placentera existencia. Aún hoy no logro saber porqué llegó tan contento. Vino de la feria. Pudo ser él como un san Bernardo con barril incluido. A veces se trata tan solo de una cuestión de azar. Pero sea como fuere, lo invadió todo con su estúpida lengua de trapo. Durante una temporada, larga, tuvimos que dormir en la misma cama. Eso, en sí mismo, ya me molestó sobremanera, pero la cosa empeoró aún más cuando vi que se sentaba con nosotras para compartir nuestras charlas vespertinas. Su lengua, siempre fuera; sus ojos alborotados y esos ladridos irritantes me amargaban la existencia. Yo intentaba poner buena cara, sobre todo al ver que mi compañera estaba extremadamente contenta con nuestro nuevo contertuliano. No la quise contrariar. Pasamos una larga temporada de coexistencia forzosa y amargos tés. Pero la situación, lejos de mejorar, dio aún un giro más retorcido. María acogió a una madre soltera con su hijo y a la que parecía ser su prima adolescente. Recuerdo perfectamente la tarde en la que nos las presentó. Llegaron en coche y lo aparcaron delante mismo de la puerta. Era un coche bastante bonito y moderno, de formas redondeadas. Pintado entero de color rosa. Yo estaba degustando mi habitual té con pastas y Boby, así se llamaba mi peludo compañero, estaba adormilado en la cama. Nada más llegar fueron invitadas a compartir mesa con nosotras.
Intercambiamos cuatro palabras pero poco más hablé con ellas. Tan puestas, tan preocupadas por ellas mismas que rápido se olvidaron de nuestra existencia.

Vinieron en exceso cargadas de bolsas y accesorios y nos vimos obligados a hacerles un hueco. Ellas eran nuevas y María quería que se sintieran como en casa, así que tuve la mala suerte de tener que mudarme al primer piso con mi ‘amigo’ el peludo.


Continuará...