miércoles, 25 de septiembre de 2013

Con la F de Faros

faro luz

Ni las inmensas playas de arena blanca, ni los altísimos cocoteros, ni siquiera las tremendas mulatas que le dedicaban palabras mimosas y obscenas por igual, nada le llamaba tanto la atención como aquellos perfectos faros de luz blanca. Desde que los vio por primera vez se sintió mágicamente hipnotizado por ellos.  No eran unos faros cualesquiera, porque se iluminaban de día y se apagaban de noche. Pero él los mantenía siempre encendidos en su retina y se deslumbraba con ellos a cualquier hora del día.

Por las mañanas, esperaba pacientemente sentado en su terraza a que llegara la hora exacta. A dicha hora, cogía su gorra y las gafas de sol y bajaba a la playa para posicionarse estratégicamente cerca de la última roca que daba nombre a la cala. Allí esperaba ansioso la llegada de los faros. Éstos solían hacer aparición de forma puntual pero en las ocasiones en las que se retrasaban más de la cuenta, él se acercaba a la orilla y dejaba que las olas le refrescaran los pies y de paso las ideas. Entonces aparecían, y él se ponía las gafas para no quedar deslumbrado por su reflejo. Un raro efecto lo magnetizaba al instante: el pulso se le aceleraba, un cosquilleo le alborotaba sus partes más nobles y el corazón salía de su letargo estival para rugir como el motor de un Jaguar tuneado. Permanecía observándolos un buen rato, escondido debajo de su gorra y tras los cristales negros. Nadie era capaz de adivinar hacia donde dirigía su mirada y a él nada le importaban sus vecinos de hamaca. Su ángulo de visión estaba íntegramente enfocado hacia donde parpadeaban aquellas luces blancas y divinamente puras. Cuando los faros desaparecían, él se quedaba a oscuras, raro efecto ese estando como estaba en una de las zonas del planeta que más horas permanece bañada por los rayos del inclemente sol veraniego.

Por las noches no los veía, tan solo los intuía pues éstos permanecían  tímidamente tapados por algún trozo de ropa muy fina, casi transparente. Él se concentraba y trataba de vislumbrarlos a lo lejos pero tras varias cervezas la vista se le nublaba y los faros parecían desaparecer como en una pantalla codificada.

Tras una noche bebiendo muchas de esas cervezas, amaneció tirado en la playa, con la misma ropa del día anterior, el pelo enmarañado y lleno de arena. El sol le calentaba en exceso la cabeza y cuando logró abrir un ojo vio como los primeros bañistas clavaban sobre él miradas llenas de recelo y curiosidad a partes iguales. Intuyó que esa iba a ser una de aquellas resacas dignas de recordar con el paso de los años. Se incorporó torpemente pues todo daba aún vueltas a su alrededor. Distinguió los faros a lo lejos; llegaron por su izquierda y se pararon realmente muy cerca de donde él, a duras penas, permanecía de pie. Aquellas luces  le seguían obsesionando. Los días pasaban y pronto estaría alejado de ellos; decidió que eso le apenaba sobremanera. Con la euforia post alcohólica  aun corriendo por sus venas  se puso en pie, se armó de valor y medio tambaleándose se acercó para tratar de alcanzarlos, de sentir el calor de la luz en sus manos.

—¿Has visto al tarado ese? —preguntó Leire a su amiga aún sin salir de su asombro—¡Te quería agarrar las tetas!¡No me lo puedo creer! Por un año que te decides a hacer topless ¿eh? ¡Eso es que las tienes demasiado blancas!



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