viernes, 3 de febrero de 2012

Con la E de Erizo

Sus padres ya le aseguraron desde el primer día que lograría todas las metas que se propusiera. Eso le había llenado de orgullo cada uno de sus pinchos, y solía lucir sus dieciocho centímetros de longitud con una elegancia pasmosa. No había lombriz ni grillo que se le resistiera. ¡Él no era un erizo común! Como buen explorador le gustaba excavar y fabricarse escondites donde esperar paciente a sus presas. También era un excelente escalador. ¡Digno sucesor de su padre! Subía por cada valla, pared o tubería que le saliera al paso. La altura no era un problema para nuestro súper erizo y la bajada se convertía en el momento más divertido. Se hacía una pelota y rodaba tan rápido como podía. Sus púas le amortiguaban el golpe final. Sólo había una cosa que no podía hacer y que anhelaba con desesperación. Quería volar. Él iba a ser el primer erizo volador de la historia. Se pasaba las tardes mirando al cielo, queriendo ser mosca, mariposa, gorrión o ave rapaz. Por el día soñaba que volaba y por las noches pensaba en cómo conseguirlo. A veces el deseo era tan poderoso que creía sentir el viento en su pequeña cara, y se dejaba llevar y se sentía plenamente feliz. Un buen día tomó una decisión. Subió al poste más alto que encontró. ¡Lo iba a conseguir! Cerró los ojos, extendió toda su armadura exterior y se lanzó al vacío. De pronto, el blanco y el marrón de sus púas afiladas se tiñeron de oro y plata y unas bellas alas de seda brillante emergieron de cada una de ellas. Voló y voló hasta lo más alto y, tras él, todo se fue cubriendo de un tornasolado atardecer. El dichoso erizo amaneció en su madriguera habiendo vislumbrado algo jamás antes imaginado. Y se puso a pensar en peces, ballenas y delfines.

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